Monday

Caballerosidad y arbitraje

Que yo sepa, ya nadie usa la palabra snob por estos pagos. Mi camarada C. Pinto llegó a sostener que el mismo hecho de emplearla era el colmo del esnobismo. Recuerdo un pasaje de Rayuela en que Oliveira, siempre condescendiente, le pregunta a la Maga qué entendía ella por snob. Entonces, "agachando la cabeza con el aire de quien presiente que va a decir una burrada", la Maga contesta que su prima Luciana era una snob porque no había ido a despedirla cuando se embarcó para Europa. Creía que si hubiese viajado en segunda clase en vez de tercera, la habría despedido con el pañuelo y todo. La Maga, como su compatriota Luis Suárez, define bien, bastante mejor que un aburrido diccionario. De cualquier modo no alcanza a quedarme claro si uno correría el riesgo de ser tildado de snob por algo como darle importancia a ser o no ser un caballero. En fin, admito que soy un redomado snob. O lo niego rotundamente, qué más da. No obstante, ¿qué diablos es un caballero? Veamos. "Un caballero es un hombre que sabe tocar el acordeón pero no lo hace", declara Tom Waits. "Un caballero", explica Ford Madox Ford, "le negará siempre el saludo a un rufián". La cosa se va aclarando hasta cierto punto. Pero pongamos un supuesto más didáctico que abstenerse de tocar el acordeón o de saludar a un rufián: al equipo rival le dan un penal notoriamente inexistente al minuto 95 yéndose al traste el empate que se conseguía con más ganas que fútbol. Más aún, pongamos que se cobrara para Colo-Colo, club sobre el que pesan serias acusaciones favoritismo referil. En tal escenario, creo, un caballero podría permitirse citar a Ron Atkinson, por entonces entrenador del Coventry City: "Jamás he comentado nada sobre los árbitros y no voy a romper la costumbre de toda una vida por este imbécil”.
Aparte; la Universidad de Chile llega a los tumbos a visitar al puntero y clásico rival, Colo-Colo y el Pato Rubio no es precisamente Jorge Socías. Atendiendo a la lógica (no la hay) se ganará por goleada. 

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Saturday

Depresión tropical

Contra las prevenciones de mi abuela -daría mala suerte-, Glenda me estaba cortando el pelo en el patio cuando en la radio, que oíamos sin escuchar, se dijo de pronto "...una depresión tropical...". Curiosa expresión, coincidimos. Yo tenía la vaga noción de que un huracán se aproximaba a las costas de México -huracán Patricia, me informo ahora mismo-, así que asumí que depresión tropical era un concepto meteorológico más que de la salud mental. Después de todo, se supone que en los trópicos las personas son más animadas y menos melancólicas que en las regiones alejadas del Ecuador, ni que decir de las zonas subpolares, como aquellos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nunca nadie y que, según afirmara Julio Cortázar, sirven para provocar las lágrimas. El arte de nombrar huracanes da cuenta del particular temperamento tropical. La lista de huracanes para el presente año incluye a Andrés, Blanca, Carlos, Dolores, Enrique, Felicia, Guillermo, Hilda (como mi madre), Ignacio, Jimena, Kevin, Linda, Marty, Nora, Olaf, Patricia, Rick, Sandra, Terry, Vivian, Waldo, Xina,York y Zelda. Un día los estudiaré a fondo, de momento solo logro vislumbrar sus correspondencias alfabéticas. Mientras tanto no puedo evitar pensar en el título de esa novela de Faulkner que leí hace tanto tiempo: Las palmeras salvajes. 

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Tuesday

Escoba

La escoba de mi casa apenas barre ya. Imagino que cuando la compramos funcionaba con la regularidad de cualquier escoba nueva, es decir, barría perfectamente bien. Sin embargo no tenemos intensiones de darle de baja por el momento pues, como es sabido, siempre existen en un hogar necesidades más imperiosas a las que atender y actividades más importantes que deshacerse de los trastos viejos. Además -acuso en mi un incipiente mal de Diógenes- le he tomado afecto; simpatizo con lo invisible y mi vieja escoba tiene precisamente la virtud de barrer en forma invisible. Las migas de pan, las pelusas grises o el recibo de las compras hecho una la bolita de papel se quedan más o menos en el mismo lugar donde estaban tras completar la operación de barrido. De cualquier forma no puedo evitar tener un pensamiento triste: los buenos comienzos quizás sean lo único realmente bueno que tengamos. Tal vez (tal vez no) fuera Chejov quien apuntó que se empieza un cuento con gran entusiasmo y seguridad pero, promediando la trama, se va cediendo a la desesperación y, en la mayoría de los casos, se alcanza al final de cualquier manera, a tropezones por ejemplo. En las carreras de fondo, en el fútbol y, como no, en la vida suele pasar otro tanto: todo conspira para que a medio camino, como en las escobas, el desgaste se haga manifiesto. Por suerte soy fan de la invisibilidad, de las escobas que no barren y de todo tipo de trastos fantasmales, de otra manera contaría como carne de cañón para la desesperación y me vería expuesto a la nostalgia infinita de los comienzos perdidos como barcos en el horizonte, en especial cuando son tan buenos como el de aquel poema marinero de Pessoa: "Tu silencio es una nave con todas las velas pandas (...)".  

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Saturday

Reporte internacional

De un tiempo a esta parte, Francia se ha convertido en la superpotencia mundial de las prohibiciones. Como en los buenos años del surrealismo, París vuelve a estar a la vanguardia de la civilización. Muy atrás en méritos se quedan la ley seca que tan bien le sentara a Al Capone y la persecución de las peleas de gallos en América. Basta con poner atención a los reportes internacionales; cada vez que Francia sale al ruedo, asoman titulares del tipo: "El municipio de París prohíbe alimentar a las palomas en las plazas". Para confirmar mis sospechas acudo al infalible buscador de Google, donde me entero de que el listado de prohibiciones francesas abarca rubros tan diversos como los colores en los tatuajes, la Red Bull, el velo islámico, la nutella y una serie de perversiones a las que el resto del mundo prefiere hacer la vista gorda. Pienso que prohibir es francés hasta la médula. Reafirman mi impresión la drástica guillotina, aquella afilada norma frente a la que palidecen todos los demás métodos de ejecución, y la famosa consigna de mayo de 1968, "prohibido prohibir", que no por deconstruida resulta menos prohibitiva. Así las cosas, informa mi periódico que hace unos días ha entrado en vigencia la terminante prohibición de botar colillas en las calles de París, un nuevo golpe para los fumadores incorregibles. La noticia no deja de ser chocante para alguien que, como yo, creció con historias de latinoamericanos emigrados en las que gran parte de la acción consistía en aplastar Gauloises contra veredas parisinas. Nada de pipas, eso quedaba para los intelectuales franceses y los novelistas ingleses. En mi juventud aspiraba a ser pobre, moderadamente infeliz y fumador, ¡pero en París!, tal como mis héroes, Horacio Oliveira y el bueno de Julio Ramón Ribeyro, que escribió a propósito de su afición a lanzar colillas por el balcón: “Me irrita ver a alguien parado allí -en la calle- cuando voy a cumplir este gesto ¿Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?”. Hay una máxima muy sensata sobre los deseos de juventud que no logro recordar ahora mismo. No importa, hay otra: "El tiempo locura todo".

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Fantasías mías

En líneas generales me considero un hombre sensato, que paga sus impuestos y no pierde la cabeza con el transporte público ni los demás sinsabores de la vida en sociedad. Claro que aveces me permito fantasear con extravagancias que me divertiría cometer, pero me conformo con imaginar. Cosas como:

a) Mudarme a un piso mejor iluminado. Mantener las cortinas cerradas día y noche.

b) Abrir una ferretería en Micronesia.

c) Desaprender a andar en bicicleta. Volver a aprender.

d) Abofetear al primer ministro japonés. Pedirle perdón de rodillas.

e) Buscar mi nombre en la guía telefónica de Santiago de Compostela. Provocar la siguiente conversación con un homónimo gallego:
-Buenos días, ¿el Señor M.?
-Si, ¿con quién tengo el gusto?
-Con el Señor M.
Colgar con gesto abrupto.

f) Disponer por testamento que se me entierre con lentes de sol.

g) Practicar tiros libres en pantuflas.

h) Cocinar chop suey de pato. Remitírselo a mi suegra por correo.

i) Buscar tenazmente agujeros negros en Internet. Como la inexistente entrada de Wikipedia para Henry Guttmann, posible autor del retrato de Karl Marx y la bellísima fotografía Two girls smoking in Berlin (1926). Trazar un enmarañado diagrama de la investigación por las paredes y el techo del estudio.

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Thursday

El botón del semáforo invita a la poesía

Vivo en el primer piso de un edificio descolorido, entre una lavandería y una empresa de mudanzas que se instaló hará unos años.  Me gustaban más los vecinos  de antes, creo que porque olvidé quienes eran.  En fin, solo pretendo dejar en claro que vivo en un primer piso y que, por si fuera poco, comparto con los jubilados el pasatiempo de apostarse tras las cortinas, a oscuras, a espiar un recuadro de la ciudad. Nada muy original, y sin embargo, estar a la altura  de la calle, tras las cortinas, se parece bastante ser un fantasma o el hombre invisible o hasta Hamlet, yendo un poco lejos. Entre otras tantas observaciones y conversaciones del máximo interés, he comprobado gracias a mi pasatiempo que por las noches el semáforo de mi calle se obstina en permanecer en luz roja para los peatones, horas y horas, es cosa de no creer. Pienso en unos versos especialmente urbanos con los que el poeta Charles Reznikoff invita, más o menos textualmente, a no desdeñar la esmeralda que brilla entre la niebla solo porque se trate de la luz del semáforo. Como en los buenos poemas chinos, en éste queda cogido de la cola el esquivo presente. Casi puede palparse la espera del taxista, paquistaní, claro; su mirada furtiva escrutando por el retrovisor a la pasajera que se pinta los labios muy rojo. Tal tipo de escenas newyorkinas.  El efecto de cogedura de cola se logra porque uno entiende que el semáforo de Reznikoff, a diferencia del mío que se queda ahí invariablemente en rojo, cambiará de luz.  Deduzco que el botón que tantas veces he apretado con escepticismo y  hasta diría que por puro  amor a la gratuidad, sirve para activar una cuenta regresiva. Aunque no soy muy partidario de las ciencias empíricas, podría demostrarlo cualquier noche de estas. Francamente siempre he sido un entusiasta de los botones, pero ahora, tras mi descubrimiento, se suma un tremendo respeto por aquel dispositivo que no solo permite a los automovilistas atravesar la noche como balas o como flechas o como trenes, sino que además hace del semáforo de mi calle un poético rubí.

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