Fui al supermercado por comestibles y detergentes en compañía de mi sombra. Nada más llegar descubrí que míriadas de gentes también habían decidido hacer las compras en aquel preciso momento, y, tras resistir un primer impulso de largarme para volver en momento más propicio, decidí cumplir mi cometido con la mayor celeridad, reuniendo solo lo esencial de la lista de compras y encaminándome a las carreras a la
caja rápida (máximo 10 unidades) frente a la cual, ya sin sorpresa, pude comprobar que se extendía serpenteando por el pasillo una interminable fila de clientes. No soy impaciente ni llevaba mucha prisa; creo que en el fondo, más que la espera, me fastidiaba que los demás compradores
–gregarios sin excepción
–, pudieran formar aquellos dudosos equipos, dividiéndose el trabajo de hacer cola y el de localizar los productos ganando tiempo a manos llenas, y yo, solo y ridículamente honrado, no. "¡Cola a los gatos!", maldije más abatido que furioso. Mas tarde
–tuve tiempo de sobra para refllexionar y hasta para espiar a una chica interesante y cleptómana
– recordé que una vez, cuando era estudiante y no tenía un céntimo, ideé un emprendimiento que prestaría el servicio de hacer las colas en representación del cliente. Desde luego jamás fué implementado, en parte por reservas morales, en parte por falta de vocación. Me acordé además que por aquella época adquirí el hábito de versionar, en moneda local, aquella
cancioncita de Boris Vian. No he cambiado tanto, tampoco mi cuenta corriente
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