Saturday

Reporte internacional

De un tiempo a esta parte, Francia se ha convertido en la superpotencia mundial de las prohibiciones. Como en los buenos años del surrealismo, París vuelve a estar a la vanguardia de la civilización. Muy atrás en méritos se quedan la ley seca que tan bien le sentara a Al Capone y la persecución de las peleas de gallos en América. Basta con poner atención a los reportes internacionales; cada vez que Francia sale al ruedo, asoman titulares del tipo: "El municipio de París prohíbe alimentar a las palomas en las plazas". Para confirmar mis sospechas acudo al infalible buscador de Google, donde me entero de que el listado de prohibiciones francesas abarca rubros tan diversos como los colores en los tatuajes, la Red Bull, el velo islámico, la nutella y una serie de perversiones a las que el resto del mundo prefiere hacer la vista gorda. Pienso que prohibir es francés hasta la médula. Reafirman mi impresión la drástica guillotina, aquella afilada norma frente a la que palidecen todos los demás métodos de ejecución, y la famosa consigna de mayo de 1968, "prohibido prohibir", que no por deconstruida resulta menos prohibitiva. Así las cosas, informa mi periódico que hace unos días ha entrado en vigencia la terminante prohibición de botar colillas en las calles de París, un nuevo golpe para los fumadores incorregibles. La noticia no deja de ser chocante para alguien que, como yo, creció con historias de latinoamericanos emigrados en las que gran parte de la acción consistía en aplastar Gauloises contra veredas parisinas. Nada de pipas, eso quedaba para los intelectuales franceses y los novelistas ingleses. En mi juventud aspiraba a ser pobre, moderadamente infeliz y fumador, ¡pero en París!, tal como mis héroes, Horacio Oliveira y el bueno de Julio Ramón Ribeyro, que escribió a propósito de su afición a lanzar colillas por el balcón: “Me irrita ver a alguien parado allí -en la calle- cuando voy a cumplir este gesto ¿Qué diablos hace ese tipo metido en mi cenicero?”. Hay una máxima muy sensata sobre los deseos de juventud que no logro recordar ahora mismo. No importa, hay otra: "El tiempo locura todo".

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Wednesday

Hábitos

De un tiempo a esta parte he perdido el buen hábito de no leer jamás en el metro (ni en cualquier género de transporte, a no ser el ferrocarril interurbano, el que dicho sea de paso, no empleo hará una década) y en cambio, dedicar mis idas y venidas subterráneas al espionaje de mis conciudadanos, obteniendo el lamentable saldo de cientos de páginas incómodas y otros tantos espionajes desprolijos. Tal era el panorama de mis viajes cuando ésta mañana, entre las estaciones Santa Lucía y Universidad de Chile, si mal no recuerdo, me sentí interpelado, como un delincuente de ocasión ante un benévolo juez de instrucción, por ciertas líneas del cuento Leopoldo (sus trabajos) de Monterroso, en las que se lee: "(...) observar a las personas le sirve más a un escritor que la lectura de los mejores libros. El autor que se olvide de esto está perdido. Las cantinas, la calle, las oficinas públicas, rebosan de estímulos literarios". ¡Y el metro!, pensé yo, desde luego que el metro es de los lugares más interesantes de la ciudad, tanto desde el punto de vista literario y como de cualquier otro. La cosa parecía quedar ahí, pero hace un rato nada más, cuando lo leído en el metro parecía un amable y medio olvidado llamado de atención del maestro Monterroso, me he sentido remecido nuevamente, esta vez como si me sacudiesen por los hombros. Me encontraba en el despacho en plan de comenzar por fin La desatinada empresa de cazar el pato salvaje, uno de los cinco cuentos que me he propuesto escribir para participar en uno de los cinco concursos literarios en los que cifro mis expectativas de un mejor pasar económico y un estupendo abrigo azul para Glenda, cuando, tras ir por cigarrillos, mirar sostenidamente por la ventana, conseguir un bolígrafo para quién sabe qué, encender un cigarrillo, apagarlo, poner un disco, pensar en incendios, cambiar de disco, abrir el libro de cuentos de Monterroso y luego cerrarlo, fuí a la cocina -dependencia separada solo por una diabólica puerta del despacho-, a darle un vistazo a las lentejas, que por supuesto, estaban a punto de incendiarse. El caso es que en las maniobras de salvataje de lentejas resulte con una mano quemada, en anteprimer grado tal vez, pero quemada al fin. Tras el accidente, mientras mantenía la mano bajo el chorro frío del lavaplatos, tuve la certeza de que con semejantes hábitos no lograría escribir ni medio microcuento siquiera, a lo sumo una entrada de blog. En la línea de estos pensamientos, recordé que años atrás comencé a escribir este blog como terapia para recobrar el hábito de fumar, y pensé que, como en la actualidad dicho hábito se encuentra plenamente reestablecido, no me quedan demasiadas excusas para seguir escribiéndolo. Al momento recordé que Shimmy, mi hermana pelirroja, me comentaba el pasado viernes su lectura de un relato reciente de Alejandro Zambra, escritor al que estimamos moderadamente, el que trata del dejar de fumar. Svevo y Ribeyro estaban ahí, qué duda cabe. Henrich Böll también, pero me aparto del tema. El asunto es que he acabo de descubrir en una reseña de internet la siguiente cita del mencionado cuento: "Soy alguien que ya no sabe ni siquiera si va a seguir escribiendo, porque escribía para fumar y ya no fuma". Es decir, que por un lado, puesto a que sigo fumando, Glenda no debería perder las esperanzas en su estupendo abrigo azul , y por otro, que aunque la idea no me haga feliz, soy ancestro literario de Alejandro Zambra.

P.S.: “Leopoldo era un escritor minucioso, implacable consigo mismo. A partir de los diecisiete años había concedido todo su tiempo a las letras. Durante todo el día su pensamiento estaba fijo en la literatura. Su mente trabajaba con intensidad y nunca se dejó vencer por el sueño antes de las diez y media. Leopoldo adolecía, sin embargo, de un defecto: no le gustaba escribir”. Leopoldo (sus trabajos) Monterroso.

P.P.S.S.: Dos cigarrillos durante ésta entrada, enciendo el tercero.

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