La aventura del taladro
Decidimos dejar estacionado en casa el auto que no tenemos y viajamos en metro hasta la estación terminal. Ahí subimos un desvencijado bus que nos acercó otro poco al incierto punto marcado en esa especie de radar o brújula que ahora traen los teléfonos. Anochecía. Los perros y las personas que nos cruzábamos tenían aspecto sospechoso. Por fin, tras caminar por veredas angostas y mal iluminadas llegamos a la ferretería, solo para enterarnos por un cartelito pegado a la mampara de que habían cambiado la sucursal un par de kilómetros más allá. Logramos orientarnos no se cómo y enfilamos a través de la oscuridad hacia unas luces que tintineaban a lo lejos. Los perros y las personas sospechosas, ahora en plena penumbra, lucían entre espectrales y patibularios. De pronto, en mitad de esa nada que intentábamos atravesar vimos que un animal enorme caminaba hacia nosotros. Nos abrazamos. Resultó ser una vaca que se nos quedó mirando sin curiosidad, luego bajo la cabeza y se puso a pastar tranquilamente. Le deseamos que la raptara un platillo volador. La verdad es que si con Glenda no fuésemos unos aventureros intrépidos, hubiésemos tenido razones de sobra para sentir miedo. Finalmente arribamos a la ferretería. El último empleado estaba cerrando la cortina metálica. Le pedimos por favor, le explicamos lo del cartel, nos humillamos en forma oriental, intentamos sobornarlo, pero se mostró inflexible. Cuando ya nos disponíamos a volver arrastrando nuestras largas colas de mono con la vista en los zapatos nos llamó. Así de caprichoso puede ser el ser humano. Tras firmar unos papeles nos dio el flamante taladro de Giorgio (no tengo la caja a mano y no me voy a poner a inventar una marca y un modelo lleno de consonantes y dígitos que no recuerdo). Tuvimos el atrevimiento de preguntarle al dependientes si nos podía acercar a la ciudad. No recuerdo con qué gentil excusa salió, pero lo cierto es que debimos deshacer lo andado por nuestros propios medios, es así que doy por reproducida la primera parte de la nuestra odisea haciendo la salvedad de que no tuvo lugar aquel extraño fenómeno que experimentamos, por ejemplo, cuando vamos a la playa, por el cual el camino de regreso parece más corto que el camino de ida. Ayer tuvimos visita de nuestro camarada y peluquero a domicilio, Fray. Cuando se iba, me aseguré personalmente de se llevase las herramientas de trabajo. En cuanto a Giorgio, creo que aún no vienen a buscar su taladro.
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