Monday

La aventura del taladro

Hará una semana nos visitó Giorgio, un amigo que además de pintor (de cuadros, buenos cuadros) es accionista mayoritario de la compañía de pintura (de paredes) y servicios generales Juanines Unidos. Nos dejó encargado su taladro percutor. Al día siguiente dimos una gran fiesta, a la que por cierto asistió. Se fue sin su taladro, imagino que por motivos de etiqueta. Como suele ocurrir después de las grandes fiestas, por la mañana, la casa lucía como un campo de batalla azotado por un huracán. Producto de las labores de aseo reunimos seis bolsas de basura y escombros, otras tantas cajas y varios cuerpos humanos. Decidimos salir a tomar aire. Pensamos que estaría bien hacerle una visita a Giorgio. No habíamos avanzado más de tres cuadras cuando se nos ocurrió que, puesto a que visitaríamos a Giorgio, podríamos aprovechar el viaje y llevarle su taladro, así que regresamos a casa. Pero el taladro no apareció por ningún lado. Nos hicimos las preguntas de rigor ¿Cuándo y dónde fue la última vez que lo habíamos visto? Resultó que yo lo había visto por última vez, pues me había encargado de dejarlo junto a la puerta a fin de facilitar su devolución. ¿Por casualidad estaba en una bolsa de tela azul?, preguntó mi media naranja. Conteste que así era y recibí una de esas temibles miradas conyugales. Acto seguido salió de la casa corriendo, dobló por el callejón de los gatos y se puso a revolver frenéticamente los tachos de basura. Dos ratas huyeron despavoridas arrastrando una hebra de espagueti. Yo, que no abrigaba esperanza alguna de encontrarlo, la secundé en sus pesquisas firme en mi romanticismo de los esfuerzos inútiles. La cuestión es que tuvimos que presentarle nuestras excusas a Giorgio. Comencé a exponerle (sin nada de convicción) que la responsabilidad del depositario a título gratuito era… bueno, mejor no seguí por ese lado: he aprendido que las argumentaciones impecables solo sirven para impacientar más a las personas contrariadas. Quedamos en que le compraríamos uno nuevo, el lunes, acto seguido, nos dedicamos a pelearnos un poco entre nosotros para establecer los respectivos niveles de culpa. Afortunadamente el lunes comenzaba el Cyberday, expuso ella. Eso, explicó ante la cara de cáscara de banana que debo haber puesto, significaba que el taladro costaría más barato si lo comprábamos por internet. Teníamos suerte, reconocí (mientras escribía “suerte” me derramé el café sobre el suéter beige que traigo puesto; la mancha es muy interpretable). En este punto resulta apropiado adelantar la cinta un poco hasta la parte en que ella me pregunta: “¿Quieres vivir una aventura?”. Es el término que empleamos ante la perspectiva de hacer largos viajes por la ciudad o el campo. Resultó que había que retirar el taladro en una ferretería de la periferia, en aquel sector intermedio entre el final de la ciudad y el aeropuerto donde solo hay bodegas, salas de ventas, terrenos baldíos, autopistas y siniestros pasos bajo nivel. La idea no me era particularmente atractiva, pero dije que sí. Por amor, claro está.
Decidimos dejar estacionado en casa el auto que no tenemos y viajamos en metro hasta la estación terminal. Ahí subimos un desvencijado bus que nos acercó otro poco al incierto punto marcado en esa especie de radar o brújula que ahora traen los teléfonos. Anochecía. Los perros y las personas que nos cruzábamos tenían aspecto sospechoso. Por fin, tras caminar por veredas angostas y mal iluminadas llegamos a la ferretería, solo para enterarnos por un cartelito pegado a la mampara de que habían cambiado la sucursal un par de kilómetros más allá. Logramos orientarnos no se cómo y enfilamos a través de la oscuridad hacia unas luces que tintineaban a lo lejos. Los perros y las personas sospechosas, ahora en plena penumbra, lucían entre espectrales y patibularios. De pronto, en mitad de esa nada que intentábamos atravesar vimos que un animal enorme caminaba hacia nosotros. Nos abrazamos. Resultó ser una vaca que se nos quedó mirando sin curiosidad, luego bajo la cabeza y se puso a pastar tranquilamente. Le deseamos que la raptara un platillo volador. La verdad es que si con Glenda no fuésemos unos aventureros intrépidos, hubiésemos tenido razones de sobra para sentir miedo. Finalmente arribamos a la ferretería. El último empleado estaba cerrando la cortina metálica. Le pedimos por favor, le explicamos lo del cartel, nos humillamos en forma oriental, intentamos sobornarlo, pero se mostró inflexible. Cuando ya nos disponíamos a volver arrastrando nuestras largas colas de mono con la vista en los zapatos nos llamó. Así de caprichoso puede ser el ser humano. Tras firmar unos papeles nos dio el flamante taladro de Giorgio (no tengo la caja a mano y no me voy a poner a inventar una marca y un modelo lleno de consonantes y dígitos que no recuerdo). Tuvimos el atrevimiento de preguntarle al dependientes si nos podía acercar a la ciudad. No recuerdo con qué gentil excusa salió, pero lo cierto es que debimos deshacer lo andado por nuestros propios medios, es así que doy por reproducida la primera parte de la nuestra odisea haciendo la salvedad de que no tuvo lugar aquel extraño fenómeno que experimentamos, por ejemplo, cuando vamos a la playa, por el cual el camino de regreso parece más corto que el camino de ida. Ayer tuvimos visita de nuestro camarada y peluquero a domicilio, Fray. Cuando se iba, me aseguré personalmente de se llevase las herramientas de trabajo. En cuanto a Giorgio, creo que aún no vienen a buscar su taladro.

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Tuesday

El gato Joaquín

El nuevo inquilino es un gato al que hemos llamado Joaquín. Escogimos tal nombre porque nos disgusta, sobre todo a mi, aquella tradición de llamar a los gatos de formas tan bobas como Bigotes, Copito o Michu, o si no, como celebridades tipo Fidel Castro, Lady Macbeth o Diocleciano. Por otra parte nació solo unas cuantas estaciones del metro más al sur, en la comuna de San Joaquín.
Nuestras amistades insisten en ligarnos por vínculos familiares con él, manía que no compartimos en lo más mínimo:

-No es un hijo adoptivo sino un simple inquilino -aclaramos.
-¿Acaso paga el alquiler su gato? -nos retrucan.
-Es un inquilino especial -argumentamos -.Uno al que, sin ir más lejos, podemos llamar como se nos de la gana. Verbigracia, Joaquín. No se puede hacer lo mismo con los inquilinos que pagan el alquiler. A tales hay que llamarlos, en principio, por el nombre que ya traían puesto al cruzar la puerta con sus maletas. Además no cuenta con medios económicos como para pagar, si no le cobraríamos.

Lo cierto es que el gato Joaquín es la sensación del momento. Una pequeña celebridad en el barrio. Con decir que mi hermana Shimmy, que regresaba de una dilatada visita a las tierras de nuestros ancestros, trabó conocimiento con él la mañana en la que estaba siendo rescatado por los bomberos luego de una sobredimensionada fuga de gas en el edificio. Los vecinos se tomaban selfies con un bombero alto y sonriente que lo sostenía en sus brazos, comentó Shimmy, haciéndo énfasis en el cliché del gatito rescatado por los bomberos. Me consta que Joaquín tiene más éxito en las redes sociales del que yo aspiro a tener en toda la vida, entiéndase dentro y fuera de internet. Tampoco es que me importe mucho, claro, pero esas son cosas mías. ¿Su descripción? Bueno, es blanco y negro; proclive al atún; como futbolista, más bien pésimo; temperamental cuando no está durmiendo y, ahora que veo la fotografía, bastante similar al gato Stocks, la antigua mascota de la mediática familia Clinton.

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Saturday

Depresión tropical

Contra las prevenciones de mi abuela -daría mala suerte-, Glenda me estaba cortando el pelo en el patio cuando en la radio, que oíamos sin escuchar, se dijo de pronto "...una depresión tropical...". Curiosa expresión, coincidimos. Yo tenía la vaga noción de que un huracán se aproximaba a las costas de México -huracán Patricia, me informo ahora mismo-, así que asumí que depresión tropical era un concepto meteorológico más que de la salud mental. Después de todo, se supone que en los trópicos las personas son más animadas y menos melancólicas que en las regiones alejadas del Ecuador, ni que decir de las zonas subpolares, como aquellos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nunca nadie y que, según afirmara Julio Cortázar, sirven para provocar las lágrimas. El arte de nombrar huracanes da cuenta del particular temperamento tropical. La lista de huracanes para el presente año incluye a Andrés, Blanca, Carlos, Dolores, Enrique, Felicia, Guillermo, Hilda (como mi madre), Ignacio, Jimena, Kevin, Linda, Marty, Nora, Olaf, Patricia, Rick, Sandra, Terry, Vivian, Waldo, Xina,York y Zelda. Un día los estudiaré a fondo, de momento solo logro vislumbrar sus correspondencias alfabéticas. Mientras tanto no puedo evitar pensar en el título de esa novela de Faulkner que leí hace tanto tiempo: Las palmeras salvajes. 

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Sábado neorealista

A propósito del final Sábado Gigante, pasaban por televisión abierta una deprimente selección de mejores momentos. Nos concentramos en uno de esos concursos en los que el premio mayor indefectiblemente es un automóvil cero kilómetros, "del año, nuevecito de paquete", solía añadir el mayordomo de don Francisco. Entonces Glenda recordó la historia de unos vecinos muy pobres que tuvo. Les llamaremos los Richi.

El Señor Richi era ciclista; en contraste con ser pasajero del metropolitano, constituía una forma más saludable y económica de llegar a la fabrica de cerillas donde trabajaba. Cierto día, según su costumbre, ató su fiel Lahsen a la entrada de la iglesia donde daba rienda suelta a sus devociones. Lo cierto es que aún no había dejado atrás la pila bautismal cuando oyó voces de alerta. –¡Ladrón, ladrón! –chillaba un coro de señoras encharpadas. Entonces el obrero salió en persecución del bandido que comenzaba a agarrar vuelo, pero en la desbandada, terminó arrollado por un camión; no podía darse el lujo de aguardar la luz verde, se comprenderá. A resultas del accidente, el infeliz quedó hecho añicos y la bicicleta arte conceptual. No corrió mejor suerte la psicología del Señor Richi, en cuya conciencia pesaba la muerte del muchacho, la angustia de ya no tener forma llegar puntualmente a la fábrica y el reproche por la mezquindad de este último pensamiento. Comenzó a frecuentar la botella más que nunca. Fue expulsado varias veces del autobús al no tener para el boleto. Cuando intentó hacer el camino a pie debió levantarse tan temprano y caminar tantos kilómetros que a media tarde el supervisor de personal lo descubrió durmiendo acurrucado tras unas cajas de cartón. No le fue mejor intentando conseguir una bicicleta prestada. En cuanto robar una, seguramente ni se le pasó por la cabeza pues era corto de imaginación. No extrañará que acabaran despidiéndole por incumplimiento reiterado de sus obligaciones laborales.

Tras el primer mes de desempleo, mermado en un noventa y siete por ciento el ingreso familiar, los Richi sobrevivían en base a caridad y el arroz blanco que compraban en el supermercado. Después de contar monedas laboriosamente, la señora Richi recibía dos o tres cupones –dependiendo de cuantos kilos de arroz comprara– que llenaba con los nombres de sus perros, Cuco y Fujimori; admirable muestra de espíritu deportivo, pues, mientras redactaba con dificultad el número de teléfono de la madre de Glenda con un bolígrafo prestado, junto a ella, otros clientes desojaban talonarios de cupones en la tómbola. Como ya se sospechará, una tarde llamaron a la madre de Glenda para informarle que uno de los perros de la Señora Richi había ganado el concurso. El premio consistía en nada menos que un automóvil cero kilómetros. Le pregunté a Glenda si recordaba la marca o el modelo. Me contestó que no entendía de esas cosas. Yo tampoco, confesé. Tenemos mucho en común, por ejemplo, siempre decimos que nuestro beatle favorito es Ringo, pero en el fondo ambos sabemos que se trata de Paul y sus pájaros negros. Volviendo al asunto, Glenda ni siquiera llegó a saber el color del automóvil. Me relató cómo su madre corrió a dar la noticia a los Richi y golpeó la puerta sin tener más respuesta que el ladrido de los perros, Fujimori y Cuco. Regresó a casa arrastrando los pasos con un mal presentimiento  –la madre de Glenda es campeona de peso completo en malos presentimientos–: no era normal que sus vecinos estuviesen fuera de casa. Cuanto menos debería estar el Señor Richi, que hasta donde se había enterado, no se apartaba del televisor por ningún motivo. Y eso que les habían cortado el suministro eléctrico hacía meses.

A la mañana siguiente, la madre de Glenda encontró al hijo o nieto de los Richi sentado en la vereda junto a uno de los perros, Cuco o Fujimori. Le ordenó que buscara a la abuela, mamá o lo que fuera.

–No está –dijo el menor de los Richi.

–¿Sabe del premio? –preguntó la madre de Glenda.

–Mi papá dice que no podemos quedarnos el carro –contestó taimado.

–¿Pero porqué? –preguntó escandalizada la madre de Glenda, sin pasar por alto el vuelo rasante de las noticias.

–Porque somos pobres –respondió el chico y, dando media vuelta, se metió a la carrera dentro de la vivienda obedeciendo un llamado telepático. El perro lo siguió con las orejas gachas.

–Pero, ¿no lo reconsideraron? –interrogué a Glenda incrédulo.

–Al parecer no tenían para los impuestos –me explicó. Pensé en Miami, específicamente, en un cocodrilo muerto de tristeza flotando en una piscina, no me pregunten porqué.

Nos quedamos callados, como si pudiésemos escuchar el tic tac del reloj de la pobreza. Don Francisco comenzó a armar su zafarrancho característico.

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Tuesday

Retrato del autor

Antes, cuando una persona creía encontrarse en la cumbre de su vida y obra, no perdía más tiempo y hacía llamar a su retratista de confianza. La historia del arte doméstico da cuenta de las ridiculeces que menudearon en tales despliegues de vanidad. Con la invención de la selfie todo se fue al carajo y la intrascendencia pasó a ser la estricta norma, pero ese es otro asunto. Pienso, por ejemplo, en aquella pintura de Tony Soprano que acabó en el basurero y que el maniaco Paulie Gualtieri recogió y mandó a empeorar lo mejor posible. Tuve especialmente en cuenta estas consideraciones al encargar a Glenda que me inmortalizara en el momento, no diré encumbrado, pero tampoco deprimido, que atraviesan mi vida y mi carrera. El producto fue esta pieza de 15x18 centímetros, realizada en tinta sobre papel, coloreada digitalmente, que se titula: Retrato ecuestre de M. como el hombre invisible desnudo con máscara de Groucho Marx y tricornio.


 

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Aventura a medias

Una librería de viejo, una seria, tiene que considerar entre sus existencias un conveniente amasijo de gatos viejos, polvo y chatarra literaria. Debe tratarse de atmósferas enrarecidas, lugares más bien sórdidos, provistos de un gran fondo de Pearl S. Bucks y Vicky Baums descuadernados y mohosos y, en lo posible, de fantasmas. Si se tiene entre cejas, digamos, el Ministerio del miedo de Graham Greene, lo más probable es que, tras escarbar como sabueso en estantes repletos de John Grisham y cajas en las que conviven Reader's Digests de los noventas, pacientes arañas y novelas de Simenon, termine uno dándose por vencido. En cambio, con suerte, desenterrará un magnífico Flaubert o una segunda edición de González Vera. Más de una vez, embriagado de entusiasmo, he creído estar llevándome a casa un modesto tesoro, solo para descubrir, muy tarde, que se trataba de un tomo suelto, aquel equivalente bibliográfico al calcetín desparejado. Hace unos meses pensé que había dado con la novela Oblomov de Iván Goncharov. Inmediatamente comuniqué a Glenda el hallazgo:
-En éste libro sucede poco o nada. Oblomov, el protagonista, se la pasa tumbado en el diván sin decidirse por empresa alguna. ¿No es una historia fascinante?
-Si -concordó.
Estaba de un humor radiante, claro, hasta que leí en la portada: "Tomo II y último".
-Es el segundo tomo -balbucí. Glenda procuró consolarme:
-No estés triste, no pasa nada: tu Oblomov debe seguir recostado en su diván.

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