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El caso de los lectores rusos en el Polo Sur

Hace pocos días leí una noticia en la sección policial de La Prensa Austral, diario al que me hice asiduo en mis años magallánicos. En ella se informaba sobre la milagrosa recuperación del científico ruso Oleg Beloguzov, quien había sido apuñalado en el corazón por su camarada Sergei Savitsky mientras bebían, imagino que vodka, en la cantina de la base antártica Bellingshausen. Ambos habían compartido un reducido espacio durante más de seis meses, como arañas en un frasco, diría Dostoievski. Según a La Prensa, Savitsky se entregó voluntariamente al jefe de la base, Alexander Klepikov, quien se encargó de embarcarlo a San Petersburgo para su juzgamiento. El periodista consigna que la comunidad científica internacional se encuentra conmocionada ya que son muy contados los reportes de intentos de homicidio cometidos en territorio antártico. El Mercurio de hoy introduce algunas variaciones en la historia. Ante todo, sus protagonistas no serían científicos propiamente dichos, sino que la víctima un soldador y el agresor un ingeniero eléctrico. Por otra parte se trata al hecho como “el primer ataque de ese tipo en el continente blanco”. Encuentro más verosímil la versión de La Prensa Austral: es impensable que nunca antes se intentara asesinar a nadie en una base Antártica, pensemos en la Guerra Fría o en aventureros tipo Ernest Shakelton. Lo más curioso de todo es el móvil de la agresión. De acuerdo a la declaración de Savitsky, para hacer frente a las largas horas de hastío polar, en lugar de ver Netflix como las personas normales, ambos comenzaron a frecuentar la biblioteca de la base. El soldador Beloguzov solía llevarle la delantera en las lecturas y no tardó en pescar la costumbre contarle, o como se dice ahora, espoilearle los finales de los libros. Un día simplemente no pudo soportarlo más y lo acuchilló. Su intención no era matarlo y se siente arrepentido, aclara Savitsky retorciéndose las manos.

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