Friday

Literatura y sushi

El otro día me preguntaron si me gustaba la literatura japonesa.
Contesté que había leído con agrado algo de Yukio Mishima (mentira), a Lao Tse (verdad, pero luego descubrí que Lao no era japonés si no chino y que hasta su existencia era dudosa) y, finalmente, que me parecía una falta de criterio imperdonable que le dieran el nobel de literatura a Bob Dylan y no a Murakami, un escritor genial por cuyas páginas desfilan estupendos gatos parlantes (en verdad lo dije por decir pues no tenía una opinión formada al respecto).
A continuación tuve que reconocer en mi fuero interno que era un mentiroso apreciable y que prácticamente no tenía idea de la literatura japonesa. Me propuse remediar la situación adquiriendo alguna obra del país del sol naciente en la primera oportunidad que se presentara, la que llegó unas semanas más tarde de la mano de Junichiro Tanizaki y su obra Hay quien prefiere las ortigas de 1929.
La novela trata de un matrimonio infeliz aunque muy civilizado que busca el divorcio ideal y sobre el conflicto entre los valores tradicionales y la apertura de Japón a occidente.
Lo que más me gustó del libro fue compartir con Juanito Tanizaki la impresión que siempre había tenido a propósito del sushi: “los platos japoneses se preparan más para ser contemplados que para ser comidos”.

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Monday

Muffin

Pretendía identificar una canción de la que solo conservaba un pálido recuerdo, uno como el que se podría tener de un sueño febril o de la navidad de 1993. Eso y un "duwah-duwah duwah-duwah duwah-duwah duuuuuuuuuuuu" que ni siquiera estaba seguro de cómo escribir. La situación era desesperada. Por semanas viví como prisionero en mi propia mente, presa de una angustia incomunicable. Googleé lo inimaginable y hasta me puse a tararear frente al smatphone de un amigo sin ahorrarme el ridículo. Al parecer mi causa no contaba con el favor de los dioses de Internet. No me fue mejor con los exámenes de conciencia y los intentos de autohipnosis. Llegué a anhelar un fuerte golpe en la cabeza que me ayudara a olvidar todo el asunto. Un macetero que cayera de un balcón, por ejemplo. Mientras tanto, durante los viajes en metro o las noches de insomnio, mi cerebro parecía estar conectado a un aparato endemoniado que reproducía siempre la misma melodía sin nombre que yo me pasaba silbando sin alegría a toda hora. Estuve tentado a rendirme al caprichoso oleaje del destino. Pero no, no soy así; siempre he sido un jodido y empecinado cabeza dura. La cuestión estaba en cómo conjurar el recuerdo perdido ¿Qué elemento u operación tendría el poder de evocar el pasado extraviado? Supe que estaba haciendo las preguntas correctas pues sentí el mismo cosquilleo que, imagino, deben sentir los sabuesos cuando olfatean un zorro en el viento. Mi razonamiento, en líneas generales, transitó el siguiente derrotero: si hay un lugar donde normalmente se buscan las respuestas, fuera de Internet, es en los libros. Y bien, ¿en qué tipo de libro? En uno que trate de alguien abocado a escarbar en su memoria, claro está. Veamos. ¿En la obra de Borges? No; tengo entendido que en sus libros el problema suele ser la persistencia de la memoria, no su déficit. ¿En Recuerdos del pasado de Vicente Pérez Rosales? Ni muerto me tragaría esa sopa de letras fría y grasienta. ¿Y que tal Me acuerdo de Georges Perec? Estupendo libro como todos los de él, pero un listado de recuerdos ajenos no serviría para mi propósito. Bueno, creo que ya está bien de subterfugios literarios y falso suspenso: a estas alturas está más que claro que me acordé de la magdalena de En busca del tiempo perdido, la monumental obra de Marcel Proust que a nadie le gusta confesar que no ha leído. Como es sabido, el truco de la magdalena consiste en volver a exponer los sentidos a estímulos que se experimentaron en el pasado –en la obra de Proust, el sabor de una especie de quequito mojado en té –para que al revivirlos se nos refresque la memoria. Supe que me encontraba frente a la cueva del zorro y solo me faltaba ponerme a cavar, es decir, a buscar mi equivalente biográfico a la magdalena de Proust. Decidí que lo más sensato sería indagar en sensaciones de la que podría llamar mi época heroica: el año 1998, el sur, los patios del horroroso liceo público donde hice la enseñanza media y modelé mi carácter musical. ¿A qué olían o sabían esos tiempos? En primer término, creo que a humo de cigarrillos y a humedad encerrada en un local de juegos de videos. Flippers, los llamábamos entonces. Pronto tuve que admitir que sería bastante difícil recrear dichas condiciones en verano y con la actual restricción del tabaco en lugares públicos. De todos modos probé meterme a la ducha vestido y encender un cigarrillo sin resultados satisfactorios ya que en nada contribuía con mi causa rememorar aquella costumbre mía de voltear baldes de agua sobre la cabeza de mi difunto abuelo quien se quedaba maldiciendo con el pucho apagado entre los labios. Había que seguir por otro lado. Recordé que en aquella época intentábamos aprender a beber y al efecto comprábamos un ron muy barato llamado, muy absurdamente, Tipo Jamaica. Jamás logré tragarlo sin comenzar a hacer arcadas y vomitarlo todo en un dos por tres. Pues bien, pregunté en varias botillerías por el Tipo Jamaica y, tras concluir que había dejado de ser embotellado, pedí el ron más barato y malo que tuviesen. Así me agencié una botellita pequeña y redondeada de las que se conocen como pelacables. En una banca de parque bebí dos tragos con mucho esfuerzo. No valió la pena porque solo se me vino a la cabeza el aliento de una chica con vocación de vampira con quién nos besamos y manoseamos en el cementerio de Puerto Varas. Sin desanimarme seguí probando obstinadamente con naftalina, té con limón, colonia inglesa, tostadas con mermelada de mora, cáscaras de mandarina, viruta de lápiz grafito, hojas de poleo, galletas Serranita, libros de la colección de clásicos universales de revista Ercilla, obteniendo innegables réditos a nivel nemoténico, pero sin dar para nada con la esquiva magdalena proustiana que andaba rastreando.
Abatido, pensé que para no desmoralizarme sería aconsejable tomarse las cosas con un algo de humor. Se me ocurrió que resultaría gracioso ir a alguno de los tantos cafés relativamente hípsters que en los últimos años ocupan esquina por media de la ciudad. Preguntaría por magdalenas y, si daba el caso, ante la cara de interrogación de la joven empleada poco familiarizada con el término, casi una muchacha en flor, como diría Proust, aclararía que en el fondo me conformaría con cualquier clase de cupcake, muffin, quequito o lo que diablos fuera que tuviese.
Al trasponer la entrada de la cafetería sonó un campanilleo tan encantador que decidí que sería grosero conducirme de la forma que había planeado y me limité a mirar un poco y permanecer callado sonriendo levemente. La muchacha en flor que atendía no me prestó la menor atención enfrascada como estaba en limarse las uñas.
–Hola, ¿cuánto cuestan esos quequitos? –pregunté tímidamente al cabo de unos 30 segundos de sentirme invisible.
–Los cupcakes están a $1.290 –contestó señalando unos que imitaban bastante bien la forma de un hongo rojo con lunares blancos.
–No, esos de al lado –repliqué señalando otros menos coloridos con chips de chocolate.
–¡Ah, los muffins! cuestan $990 –dijo.
–Quiero uno de esos –concluí tras pensarlo prudentemente durante medio segundo.
Mientras recibía mi insignificante vuelto de $10, comenzó a sonar una melodía que me dejó sin aliento.
–¿Sabes cómo se llama esa canción? –pregunté con ansiedad mal disimulada.
–Déjame revisar la lista de Spotifly –respondió como si nada.

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