Tuesday

no quiero ser enterrado en un cementerio de mascotas

Ayer, removida por el avistamiento de un espléndido gato que tomaba sol en una ventana, la mala conciencia de haber sido un amo negligente, inconstante en los afectos y fatalmente enyetado me obligó a repasar mi obituario privado de mascotas. Primero fue Campante, un ovejero nacido en la ciudad que dejó de gustarme apenas creció, lo que le valió a él ser deportado al campo de unos parientes donde desapareció al poco tiempo tras un confuso incidente con el ganado. Le siguió Polloloco, que no sabía nadar, y a él Patoloco, cuya diminuta presencia pasó inadvertida a mi pantagruelesco tío Estanislao que bailaba un vals con su sombra, empapado en licor al final de una reunión familiar. Después vino Diómedes el gato, quien tras un par de años de célibe cautiverio, agoto sus nueve vidas en unas pocas noches de agosto. Por último, Tourette,un tipo flaco, manchado y extremadamente nervioso, que logró al fin una mañana el sueño de tantos canes: morder el neumático de un camión en marcha. Pobrecillos, me gustaría que existiese la reencarnación y que a ellos les tocara ser un mocoso nefasto y a mi un hámster o una tortuga, así podríamos recobrar cierta paz kármica en la hipotética rueda eterna.

Así las cosas, cuanto menos por ésta vida, en la que debo cargar con todo un cementerio privado de mascotas, no me creo capacitado para cuidar ni siquiera un mísero cactus (aunque este venga a ser algo así como una mascota vegetal a prueba de ataques nucleares).

La evocación de mascotas fallecidas me hizo recordar un ensayo de mi profesor de filosofía del Liceo -a quien tenía en gran estima sin perjuicio de entender menos de la mitad de sus complejas disertaciones- que se titulaba “Natura Catódica” y trataba, creo, sobre las relaciones de dominación entre el humano y la naturaleza.
Todo lo que mi memoria retiene de ésta sesuda monografía es un sencillo esquema de opuestos y contrarios que reproduzco a continuación:





Por aquella época colegial, además de entender menos que a medias las lecciones de filosofía y comenzar a fumar, adquirí el hábito de pasear libros. Pasee en mi morral de camino a encontrarme con alguna noviecita o en simple plan de vagancia al Corazón de las Tinieblas, a Las Flores del Mal, a Los Crímenes de la Rue Morgue, a Una temporada en el Infierno, a Los cuentos de Amor, de Locura y de Muerte, a Crimen y Castigo, al Necronomicon y a varios otros clásicos de la literatura teen/dark/punk. Jamás prestaba éstos libros a otros lectores advenedizos ni mucho menos a mi hermana menor, además los trataba con bastante cuidados procurando no estropear las tapas al leerlos y muchas veces durmieron en mi cama abrigados bajo la almohada.

La mayoría de ellos aún se conserva en buen estado embalados en cajas de cartón. Por lo visto, a los pequeños monstruos con afilados colmillos de papel les fue mejor conmigo que cualquier adorable cuadrúpedo o bípedo domestico cruelmente mascotizado. Muy lamentable todo.

Saturday

mayo 21

Hoy, 21 de mayo del año del señor 2011 como buen ciudadano que soy seguí la transmisión de la cuenta anual de Sr. presidente de de la república ante el congreso pleno encontrándole al primer mandatario un aire a muñeco de ventrílocuo, siniestro desde luego, y aburriéndome de muerte. Parece que con la política, al revés del fútbol, son más interesantes los comentarios después del partido que el partido en si.


En medio del océano de aburrimiento me acordé de las batallas navales de Iquique y Punta Gruesa, que por coincidencia ocurrieron un 21 de mayo pero de mil ochocientos y tanto. Pensaba especialmente en los barquitos de papel que hacía cuando niño para conmemorar mi efeméride favorita. Del más chico al más grande: la goleta Covadonga, la corveta Esmeralda, el acorazado Huáscar y la fragata Independencia. Además traté de recordar la letra de esa canción tan divertida de Matías Cena que dice en una parte:


"Johan Cruyff peloteaba en el jardín cuando llegó la Covadonga/ Carlos Condell se bajo con elegancia luego de estacionar/ mi veta de periodista me obligó a preguntarle por Pratt/ me dijo ese es un oficinista más".



Carlos Arnaldo Condell de la Haza


Agotadas mis evocaciones dispersas volví la tortura de las ceremonias políticas oficiales que no terminó junto con el discurso porque para mi mala suerte no lograba dar con el control remoto de la tele: estaba sintonizado el canal del senado y transmitían una interpretación bastante horrible de la absolutamente espantosa canción “Chile Chile lindo” cantada por una soprano nada agraciada. Recordé entonces la pragmática crueldad de mi amiga Rigoberta, quien una vez me contó que por las noches, para descansar un rato de sus revoltosos vástagos, los metía a la cama, ponía el canal del senado y estos, abrumados por el tedio infinito, no tardaban en conciliar dulces sueños. Contar cuentos o contar ovejas es para principiantes, me aseguró.

Thursday

Dentistas


Desde siempre había considerado una autentica vileza hacer del sacar muelas una forma de ganarse a vida. Los dentistas encarnaban para mi la personificación de la mezquindad espiritual y del sádico oportunismo. La sola idea de un chico de 17 años que ante el abanico vocacional prefiriera dedicarse taladrar y pavimentar muelas y confeccionar dentaduras postizas en vez de procurar hacer carrera en la marina mercante, el fútbol, la bolsa de valores o el teatro, sencillamente me escandalizaba. Fuera de lo anterior, mas de alguna penosa experiencia me predisponía en contra de los que creía verdugos sin alma.

"El charlatán sacamuelas", Théodore Rombouts.

Recuerdo especialmente un traumático episodio tras el que me vi obligado a abandonar tempranamente un tratamiento de ortodoncia y, en consecuencia, conservar hasta la fecha una bonita sonrisa a lo Johnny Rotten. La dentista -una tipa de edad mediana con look a lo Jersey- y su asistente -una chica de unos veinte años con el mismo aspecto (advertencia: si no sabe lo que es el look Jersey no intente averiguarlo: puede resultarle desagradable a la vista)-, tras empotrarme en la silla de torturas y forzarme a abrir la boca con una especie de gata hidráulica miniatura, comenzaron a hacerme estúpidas preguntas del tipo: “¿estas pololeando?” o “¿qué estudias?” “¿te gusta ir a la disco?” a las que lógicamente no podía contestar, ocupado como estaba en tener la boca abierta y sufrir agudos maltratos. Desde entonces me prometí no volver a pisar una consulta dental en mi vida, lavarme los dientes cinco veces al día y evitar comer demasiados caramelos, pero mi mal hadado destino me deparaba más tragos amargos…

Hace unos días un espantoso dolor de muelas me conminó a romper mis votos otra vez. Como odiaba a cuantos dentistas conocía, elegí un desconocido guiándome tan solo por la sonoridad de su nombre. Así fue como me vi en la sala de espera de un vieja oficina sin mas adornos en las paredes que una placa de cobre con el martillo y la hoz cruzados. No tardó mucho asomarse por la puerta y hacerme el gesto de pasar un diminuto y encorvado viejecillo de unos 90 años. Pensé en huir pero me quedé, no sabría decir si por educación o por timidez. Me senté en el sillón y abrí la boca lo mas grande que pude y siete minutos mas tarde, sin darme cuenta siquiera tenía la muela tapada y el discreto y levísimo compañero Iván García me invitaba cortésmente a largarme con un sutil movimiento de manos.

Mas tarde mientras tomaba una cerveza con la boca aún algo anestesiada y con ese característico sabor a clavo de olor, pensé que no me molestaría grabar una hoz y un martillo en mis tapaduras.

Friday

diez botellas y elefantes infinitos

No había podido escribir nada. Graves asuntos familiares me lo impedían: hace cosa de meses mi abuela decidió poner un ladrillo en el acelerador de su 4X4 y correr contra el tránsito por el camino vecinal, carrera que terminó en colisión frontal contra un estúpido caballo blanco. Salió ilesa, pero sin embargo el perverso tío H logró declararla interdicta por demencia y someterla a su tutela y curaduría. La mala noticia, fuera de que ya no voy a tener parte del testamento, es que para su cumpleaños número noventa y siete mi abuela pidió que le hicieran mote con huesillos en el SYGI (Silver Years Geriatric Institute), se atragantó con un cuesco ante la estupefacción de los funcionarios desconocedores la maniobra de Heimlich. Desde entonces me encuentro de luto. Lo que es el caballo ni para charqui. He aquí la razón para tantos meses en la más completa inactividad digital.

Pero de lo que quería escribir era de música, en particular de dos canciones ambas particularmente atroces.

La primera es esa popular canción del elefante que se balanceaba –en otras variantes, columpiaba- en la tela de una araña, y como ve que resiste va a buscar a un camarada –o a otro elefante- y así hasta el infinito. Si mi cerebro adulto aún siente vértigo ante la sola idea de un infinito conglomerado de camaradas paquidermos balanceándose en una tela araña -sobre todo teniendo en cuenta las connotaciones políticas de la palabra camarada y a la caza furtiva en pos del marfil-, mis infantiles nociones lógicas se desfondaban en la mas completa angustia ontológica.

La otra canción es esa de las 10 botellas verdes que estaban paradas en el muro y que una a una van cayendo y haciéndose trizas en el suelo. La canción se repite con monótona animación, hasta que una vez que han terminan por caer todas las botellas, entonces, a lo menos en la versión más bien folk de mi jardín infantil, se canta con voz funebre alargando las vocales:


there were no green bottles

standing on the wall


La tragedia de las botellas finitas, la tristísima la imagen de un cementerio de botellas verdes rotas no parece impedir celebrar los encantos de la sustracción y que aun queden algunas paradas. Absurdo como la vida misma.