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El gato Joaquín

El nuevo inquilino es un gato al que hemos llamado Joaquín. Escogimos tal nombre porque nos disgusta, sobre todo a mi, aquella tradición de llamar a los gatos de formas tan bobas como Bigotes, Copito o Michu, o si no, como celebridades tipo Fidel Castro, Lady Macbeth o Diocleciano. Por otra parte nació solo unas cuantas estaciones del metro más al sur, en la comuna de San Joaquín.
Nuestras amistades insisten en ligarnos por vínculos familiares con él, manía que no compartimos en lo más mínimo:

-No es un hijo adoptivo sino un simple inquilino -aclaramos.
-¿Acaso paga el alquiler su gato? -nos retrucan.
-Es un inquilino especial -argumentamos -.Uno al que, sin ir más lejos, podemos llamar como se nos de la gana. Verbigracia, Joaquín. No se puede hacer lo mismo con los inquilinos que pagan el alquiler. A tales hay que llamarlos, en principio, por el nombre que ya traían puesto al cruzar la puerta con sus maletas. Además no cuenta con medios económicos como para pagar, si no le cobraríamos.

Lo cierto es que el gato Joaquín es la sensación del momento. Una pequeña celebridad en el barrio. Con decir que mi hermana Shimmy, que regresaba de una dilatada visita a las tierras de nuestros ancestros, trabó conocimiento con él la mañana en la que estaba siendo rescatado por los bomberos luego de una sobredimensionada fuga de gas en el edificio. Los vecinos se tomaban selfies con un bombero alto y sonriente que lo sostenía en sus brazos, comentó Shimmy, haciéndo énfasis en el cliché del gatito rescatado por los bomberos. Me consta que Joaquín tiene más éxito en las redes sociales del que yo aspiro a tener en toda la vida, entiéndase dentro y fuera de internet. Tampoco es que me importe mucho, claro, pero esas son cosas mías. ¿Su descripción? Bueno, es blanco y negro; proclive al atún; como futbolista, más bien pésimo; temperamental cuando no está durmiendo y, ahora que veo la fotografía, bastante similar al gato Stocks, la antigua mascota de la mediática familia Clinton.

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