Thursday

Mario Benedetti italiano

La prensa internacional informa esta mañana sobre la muerte del poeta Mario Benedetti. Corona virus, para variar. Puede que no admirara a Benedetti, pensé, pero es un hecho que tenía muchísimos e incondicionales fans que estarían de luto,  así que me puse a leer respetuosamente la noticia en un periódico argentino. Casi tuve que  escupir mi café, figuradamente, al percatarme de que en realidad se trataba de otro Mario Benedetti, igualmente poeta, pero no uruguayo sino que italiano. La verdad es que ya me parecía extraño no haber sabido nada del Benedetti latinoamericano en todos estos años, que no hubiese venido a alguna feria del libro o que se pronunciara, digamos, a propósito del presidente de Brasil. Tal falta de notoriedad, descubrí de lo más ingenuamente, se debía a que llevaba muerto desde el año 2009. No quisiera que se piense que me jacto de mi ignorancia, así que dejemos en paz a Benedetti para dedicarle unas palabras al otro Benedetti, el italiano. Después de leer la noticia, que incluye un estupendo poema suyo, quedo con la triste impresión de que el mundo ha perdido a un gran artista cuya escritura, en palabras del escritor y traductor Diego Bentivegna,"surge en una officina, en un verdadero taller poético, uno de los más certeros y más nutrido de herramientas formales de la poesía italiana" contemporánea". La alusión oficinesca ha reavivado la nostalgia que ya sentía por mi oficina perdida. Echo tanto de menos mi puestucho de empleado irrelevante, la complicidad de los colegas, el desorden de clips y carpetas del escritorio, el café horrible, los horarios, el caprichoso aire acondicionado, escribir en los ratos muertos, pero, por sobre todas las cosas, ¡el sueldo!.

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Wednesday

Algunos escritores del Río de la Plata y sus muertes


Echeverría murió de tuberculosis, exiliado en Uruguay. No pudieron repatriase sus restos porque, como informaron las autoridades orientales, el muro que contenía el nicho que los guardaba se desmoronó cuatro o cinco años después del entierro, lo que motivó que huesos, féretro y ladrillos reducidos a polvo, se confundieran.

Hernández murió de un ataque cardiaco en su quinta de Belgrano. Sus últimas palabras fueron: "Buenos Aires... Buenos Aires."

Sarmiento murió en Paraguay, donde su médico le había aconsejado cobijarse del frío invierno porteño.

Horacio Quiroga murió tras tomarse un vaso de cianuro. Su cadáver fue velado en la la Sociedad Argentina de Escritores, de la que fue fundador y vicepresidente.

Lugones murió tras tomarse un vaso de cianuro mezclado con whisky, supuestamente, por penas de amor.

Alfonsina Storni murió ahogada. Hay dos versiones sobre el suicidio: una de tintes románticos, que dice que se internó lentamente en el mar, y otra, la más apoyada por los investigadores y biógrafos, que afirma que se arrojó a las aguas desde una escollera.

Arlt murió de un paro cardíaco. Pese a haberse dedicado toda la vida al periodismo, el suceso no tuvo demasiada resonancia en la prensa, ocupada en desagraviar a Borges, por entonces, relegado del premio nacional de literatura.

Macedonio Fernández murió en casa de su hijo Adolfo. Escribió: "En cuanto a la muerte le niego toda efectividad, salvo para el amor, es decir, como separación u ocultación".

Felisberto Hernández murió de leucemia. Su cuerpo se había puesto tan voluminoso que fué necesario sacarlo por la ventana y ensanchar la sepultura para enterrarlo.

Alejandra Pizarnik murió luego de tragarse 50 pastillas de Seconal. Su biógrafo refiere que el velorio, sumamente triste, se realizó en la nueva sede de la Sociedad Argentina de Escritores que, prácticamente, se inauguró para velarla.

Borges, se cuenta, murió diciendo el Padrenuestro. Lo dijo en anglosajón, inglés antiguo, inglés contemporáneo, francés y español.

Fogwill, que fumaba mucho, murió de enfisema pulmonar. Borges había dicho que aquel sociólogo era el hombre que más sabía de tabaco y coches en toda la Argentina.

Mujica Lainez murió en su casa a causa de un edema pulmonar. Fue sepultado en el cementerio de la cercana localidad de Los Cocos. Dejó inconclusa una novela: Los libros del sur.

Juan Rodolfo Wilcock murió en su cabaña, de un ataque al corazón, mientras leía un libro sobre enfermedades cardíacas.

Saer murió, como se dice, con las botas puestas: sobre su escritorio, trabajando en los últimos capítulos de su novela más ambiciosa, La grande.

Victoria Ocampo murió de cáncer a la laringe. Cuenta su sobrina que en sus últimos días no hablaba, tenía una pizarrita donde escribía.

Silvina Ocampo murió de vieja. Padecía alzheimer.

Bioy murió de una falla multiorgánica. Su cadáver fue enterrado en el mausoleo familiar del cementerio de la Recoleta, junto a Victoria y Silvina Ocampo.

Onetti murió de complicaciones hepáticas en una clínica, no en la cama donde se había pasado acostado los últimos años leyendo, fumando y tomando whisky.

Puig murió de un ataque al corazón. Contra lo que se supuso, no era portador del VIH.

Cortázar murió de leucemia. Cristina Peri Rossi afirma que la leucemia fue provocada por el VIH que Cortázar se habría contagiado durante una transfusión de sangre en el sur de Francia.

Néstor Perlongher murió en Sao Paulo precisamente a causa del VIH.

Miguel Briante murió al caerse de una escalera mientras arreglaba el techo de su casa.

Rodolfo Walsh fue acribillado por militares tras resistirse (a tiros) a la detención. Herido de muerte, fue subido a un auto y secuestrado. Su cadáver nunca apareció.

Sábato murió en su casa, 55 días antes de cumplir los 100 años.

Piglia murió de esclerosis lateral amiotrófica (ELA). Los científicos no están seguros sobre los factores que la provocan, pero existen estudios que la vinculan al servicio militar. Lo que es seguro es que Piglia no hizo el servicio militar. 

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Friday

La muerte de Juan Rodolfo Wilcock

Hay cosas del verano que no me pueden parecer bien, cosas que, creo, sólo consiguen existir al alero de una especie de estado de excepción estival decretado a la medida de la industria del turismo. Pienso en los festivales costumbristas y las ferias de libros usados; unos y otras comparten lo peor del amontonamiento humano y la inflación de precios pero, como el verano es aburrido, ahí está uno, comiendo la típica comida típica u hojeando libros polvorientos en mangas de camisa, qué se le va a hacer. Hace unos días compré un atractivo volumen de J.R. Wilcock, el poemario Los hermosos días, en la ya tradicional Feria del libro usado de la Universidad Mayor bajo la convicción de que J.R. Wilcock siempre estará bien. El texto de la solapa, anónimo como es de rigor en este género, es excelente y, por tanto, irresumible. Termina con una curiosidad un poquito cargada a lo macabro: "Murió de un síncope en 1978, a los cincuenta y ocho años de edad, mientras leía un libro sobre enfermedades cardíacas en su humilde casa en el campo en Viterbo". Me percato de que el parrafito sobre la muerte de Wilcock encuadra perfectamente en esa famosa ecuación de Bolaño: literatura + enfermedad = enfermedad. En cuanto a los versos, sólo diré que le hacían plena justicia al título del libro, pero para mi no hubo caso con ellos: quizá simplemente soy incapaz de sintonizar con la lira de un poeta enamorado y deba conformarme con la música pop.

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