Friday

Literatura y sushi

El otro día me preguntaron si me gustaba la literatura japonesa.
Contesté que había leído con agrado algo de Yukio Mishima (mentira), a Lao Tse (verdad, pero luego descubrí que Lao no era japonés si no chino y que hasta su existencia era dudosa) y, finalmente, que me parecía una falta de criterio imperdonable que le dieran el nobel de literatura a Bob Dylan y no a Murakami, un escritor genial por cuyas páginas desfilan estupendos gatos parlantes (en verdad lo dije por decir pues no tenía una opinión formada al respecto).
A continuación tuve que reconocer en mi fuero interno que era un mentiroso apreciable y que prácticamente no tenía idea de la literatura japonesa. Me propuse remediar la situación adquiriendo alguna obra del país del sol naciente en la primera oportunidad que se presentara, la que llegó unas semanas más tarde de la mano de Junichiro Tanizaki y su obra Hay quien prefiere las ortigas de 1929.
La novela trata de un matrimonio infeliz aunque muy civilizado que busca el divorcio ideal y sobre el conflicto entre los valores tradicionales y la apertura de Japón a occidente.
Lo que más me gustó del libro fue compartir con Juanito Tanizaki la impresión que siempre había tenido a propósito del sushi: “los platos japoneses se preparan más para ser contemplados que para ser comidos”.

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Sunday

El corazón es un cazador solitario

Conrad Richter sigue siendo un completo desconocido para mi lo que, bien visto, no quiere decir prácticamente nada pues, ¿qué consecuencia literaria podría desprenderse del que yo ignore la vida y obra de determinado autor? En fin, el caso es que, husmeando en la feria de las pulgas de Portugal, encontré una edición catalana bastante primorosa de la novela La ciudad de este señor Richter, como decía, tan ajeno a mi limitada cultura general. La portada está ilustrada con un pequeño poblado; se trata del típico paisaje ligeramente fauvista, con iglesia, barquitos en el río y torres de agua perdiéndose en el horizonte, todo muy colorido, claro está. En la solapa, junto con alabar los méritos literarios de la obra ("su narración fuerte y dura cuando el tema lo requiere, está siempre aureolada de poesía"), se menciona que ha sido galardonada con el premio Pulitzer. ¡Vaya!, conque un Pulitzer, pienso. Siempre he creído que para formarse una idea del libro que se tiene en frente, más que centrarse en el palmarés del autor, resulta útil revisar qué otros títulos componen la colección, así uno se hace una vista panorámica del asunto y además aprende mucho y pospone un poco la lectura, lo que suele constituir un verdadero alivio. Y bien, puesto a indagar la contratapa descubro entre una veintena de otros escritores norteamericanos de los que jamás oí hablar a John Steimbeck, a la infaltable Pearl S. Buck y a William Faulkner (cuyo apellido, por un error de impresión, quedó "Faulknes"). La conclusión más o menos obvia sería que debo tener entre manos algo emparentado con la literatura de Sherwood Anderson, John Dos Pasos y hasta pudiera ser que con la buena de Carson McCullers, es decir, una historia más bien tristona, por la que transitan personajes entusiastas y nada excepcionales a los que de pronto les fallan los nervios. A éstas alturas, si no estoy  investigando en la red solo me resta leer o no leer de una buena vez la novelita en cuestión. Como no me decido a comenzar por el principio tan de buenas a primeras, abro el libro en cualquier parte y leo: " (...) Aquello era en Crazy Creek, y no muy lejos de allí pude seguir las huellas del castor zángano. ¿Sabe lo que es un castor zángano? Pues uno a quien sus compañeros echan porque no quiere trabajar. Este castor había hecho un agujero en la orilla y allí vivía solo. Únicamente cortaba los árboles indispensables para alimentarse. No tenía casa ni hembra porque los otros no se lo permitían. Yo tenía lástima de aquel viejo ladino y no lo quería matar, pero es fácil que otro cualquiera lo haya hecho. Era como un solterón, como un pobre anacoreta. Nos hicimos amigos y no sé lo que fué de él al abandonar esta tierra. Yo viví en ella mientras pertenecía solo a Dios". Luego de pensar un buen rato en castores solitarios y esas cosas, decido que la historia trata en gran medida de  cazadores con gorra de piel de mapache. Entonces cierro el libro.

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Lo internacional

Mientras seguía las pruebas del Mundial de atletismo por la tele me preguntaba qué podría saber yo de lugares como Trinidad y Tobago o Bulgaria. Apenas nada, tuve que reconocer. Trinidad y Tobago tiene trazas de ser un estado del caribe compuesto de dos islas: Trinidad y, a unas leguas, Tobago. Las islas son además patria de atletas muy veloces, a diferencia de Antigua y Barbuda que, pese a compartir abrumadoras similitudes geográficas, no destaca por el talento de sus velocistas si no más bien por barbudas y antiguas historias de expedicionarios y piratas, imagino. Jamaica es otro asunto, claro. Su fama la precede. Tanto que uno podría recitar sin extremar recursos un representativo listado de músicos jamaiquinos, precisar la capital de la república, la planta nacional y hasta la mejor marca de Usain Bolt en los cien metros planos. De Bulgaria, ex república soviética, solo sabía que de allí era Dimitar Bervatov, futbolista que tuvo un buen paso por Manchester United durante los últimos años de Sir Alex Ferguson y que luego partió al Fullham, equipo de un barrio acomodado de Londres que, según entiendo, cuenta entre sus adeptos a Harry Potter, el actor. En cambio, al otro Harry Potter, aquel mago embufandado, le interesa únicamente cierta especie de waterpolo sobre escobas voladoras. Es cuanto logré sacar en limpio al pensar en Bulgaria. Claro que, promediando, no me iría mejor con otros países del mapa. Por ejemplo, haciendo un lado alfombras mágicas y camellos, todo oriente medio me suena a campo de tiro yanqui y a malas noticias. Particularmente a las de Siria. Horrores aparte, no creo que se adelante gran cosa viajando. De solo pensar en el tiempo que haría falta internarse en el Paraguay para formarse una idea de, digamos, los yacarés y las costumbres en el Chaco, me entran ganas de no ir. De viajar he viajado, pero jamás dejé de sentirme un pueblerino. Uno no tan impresionable, es verdad, pero pueblerino a fin de cuentas. Tengo dos historias de cafetería que lo corroboran en forma inapelable. Una vez, poco antes de mi primera afeitada, para variar la consabida Coca Cola, pedí un café irlandés. Entonces no tenía la menor noción sobre lo irlandés, ni que "irlandés" implicara whisky en el café, ni menos aún cabeza para beber, por lo que no extrañará el que saliera de la cafetería hecho una calamidad y acabara vomitando en la esquina sobre los zapatos de una señora. Debo apuntar que por aquella época un camarero no ofrecía reparos en servir gin tonics a cualquier mocoso que pagara por adelantado. Cierta mañana de invierno, varios años y gin tonics después, tuve necesidad de cobijarme de los vientos australes en un estúpido recinto con carteles de Touluose-Lautrec. Tras leer y releer la carta -costumbre que comencé a deplorar- sin hallar ni café irlandés ni nada que se mostrara abiertamente etílico, me aventuré por lo que se ofrecía como "té ruso". Confiaba en el chorro de vodka que estimé un evidente sobreentendido. Estuve a punto de escupir el primer sorbo: era solo té. En modo alguno compensaron la ausencia de licor las dos rodajas de limón que flotaban en la taza y que me parecieron algo así como un chiste amarillo. Uno bastante Chejov.

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Llewellyn Jones

Paseaba concienzudamente por el barrio sin escatimar en silbidos, lentitud del andar, apunte de notas mentales y discretos espionajes cuando realicé lo que en mi concepto constituye todo un descubrimiento: a pocas cuadras de mi casa hay una pequeña calle en forma de te, sin salida, llamada Llewellyn Jones. No tiene nada particular pues figuran los consabidos edificios de séis pisos, árboles frondosos, gatos y más gatos, árboles frondosos y edificios de séis pisos, justo como en todo el barrio. Entonces, ¿qué  tiene de grande el descubrimiento de una vulgar callecita llamada Llewellyn Jones? Pues que no tenía idea de la existencia de dicha calle como tampoco la menor noticia del tal Llewellyn Jones, lo que constituye a todas luces una singular convergencia de ignorancias. ¿Quién habrá sido este señor Jones? ¿Qué obras habrá realizado para merecer que bautizasen a aquella callecita sin salida con su nombre? ¿Porqué razón será conocido acá en Santiago de Chile cuando seguramente nació en Pennsylvania o Paris, Texas?  Creo, basándome en absolutamente nada, que debe haber sido un pistolero forajido y gran bebedor de whiskey de maíz, ladrón de caballos y busca pleitos quien, tras el asalto del banco de Mexicali, desfalcó a su propia banda huyendo con el botín a América del Sur, donde, acosado por la culpa, decidió donar una importante suma a la Iglesia para el socorro de viudas y huérfanos de veteranos de la Guerra del Pacífico. ¡Quien sabe! En cualquier caso, por respeto a la memoria de Mr. Jones, no emprenderé una investigación wikipédica express y me limitaré a subir la foto de una lápida en la que tal vez descansen los restos del presunto bandido.
Otra cosa que me tiene sumamente intrigado por estos días es la siguiente: ¿porqué los cowboys siempre visten ropa interior colorada?.

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