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Lo internacional

Mientras seguía las pruebas del Mundial de atletismo por la tele me preguntaba qué podría saber yo de lugares como Trinidad y Tobago o Bulgaria. Apenas nada, tuve que reconocer. Trinidad y Tobago tiene trazas de ser un estado del caribe compuesto de dos islas: Trinidad y, a unas leguas, Tobago. Las islas son además patria de atletas muy veloces, a diferencia de Antigua y Barbuda que, pese a compartir abrumadoras similitudes geográficas, no destaca por el talento de sus velocistas si no más bien por barbudas y antiguas historias de expedicionarios y piratas, imagino. Jamaica es otro asunto, claro. Su fama la precede. Tanto que uno podría recitar sin extremar recursos un representativo listado de músicos jamaiquinos, precisar la capital de la república, la planta nacional y hasta la mejor marca de Usain Bolt en los cien metros planos. De Bulgaria, ex república soviética, solo sabía que de allí era Dimitar Bervatov, futbolista que tuvo un buen paso por Manchester United durante los últimos años de Sir Alex Ferguson y que luego partió al Fullham, equipo de un barrio acomodado de Londres que, según entiendo, cuenta entre sus adeptos a Harry Potter, el actor. En cambio, al otro Harry Potter, aquel mago embufandado, le interesa únicamente cierta especie de waterpolo sobre escobas voladoras. Es cuanto logré sacar en limpio al pensar en Bulgaria. Claro que, promediando, no me iría mejor con otros países del mapa. Por ejemplo, haciendo un lado alfombras mágicas y camellos, todo oriente medio me suena a campo de tiro yanqui y a malas noticias. Particularmente a las de Siria. Horrores aparte, no creo que se adelante gran cosa viajando. De solo pensar en el tiempo que haría falta internarse en el Paraguay para formarse una idea de, digamos, los yacarés y las costumbres en el Chaco, me entran ganas de no ir. De viajar he viajado, pero jamás dejé de sentirme un pueblerino. Uno no tan impresionable, es verdad, pero pueblerino a fin de cuentas. Tengo dos historias de cafetería que lo corroboran en forma inapelable. Una vez, poco antes de mi primera afeitada, para variar la consabida Coca Cola, pedí un café irlandés. Entonces no tenía la menor noción sobre lo irlandés, ni que "irlandés" implicara whisky en el café, ni menos aún cabeza para beber, por lo que no extrañará el que saliera de la cafetería hecho una calamidad y acabara vomitando en la esquina sobre los zapatos de una señora. Debo apuntar que por aquella época un camarero no ofrecía reparos en servir gin tonics a cualquier mocoso que pagara por adelantado. Cierta mañana de invierno, varios años y gin tonics después, tuve necesidad de cobijarme de los vientos australes en un estúpido recinto con carteles de Touluose-Lautrec. Tras leer y releer la carta -costumbre que comencé a deplorar- sin hallar ni café irlandés ni nada que se mostrara abiertamente etílico, me aventuré por lo que se ofrecía como "té ruso". Confiaba en el chorro de vodka que estimé un evidente sobreentendido. Estuve a punto de escupir el primer sorbo: era solo té. En modo alguno compensaron la ausencia de licor las dos rodajas de limón que flotaban en la taza y que me parecieron algo así como un chiste amarillo. Uno bastante Chejov.

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