Thursday

Dentistas


Desde siempre había considerado una autentica vileza hacer del sacar muelas una forma de ganarse a vida. Los dentistas encarnaban para mi la personificación de la mezquindad espiritual y del sádico oportunismo. La sola idea de un chico de 17 años que ante el abanico vocacional prefiriera dedicarse taladrar y pavimentar muelas y confeccionar dentaduras postizas en vez de procurar hacer carrera en la marina mercante, el fútbol, la bolsa de valores o el teatro, sencillamente me escandalizaba. Fuera de lo anterior, mas de alguna penosa experiencia me predisponía en contra de los que creía verdugos sin alma.

"El charlatán sacamuelas", Théodore Rombouts.

Recuerdo especialmente un traumático episodio tras el que me vi obligado a abandonar tempranamente un tratamiento de ortodoncia y, en consecuencia, conservar hasta la fecha una bonita sonrisa a lo Johnny Rotten. La dentista -una tipa de edad mediana con look a lo Jersey- y su asistente -una chica de unos veinte años con el mismo aspecto (advertencia: si no sabe lo que es el look Jersey no intente averiguarlo: puede resultarle desagradable a la vista)-, tras empotrarme en la silla de torturas y forzarme a abrir la boca con una especie de gata hidráulica miniatura, comenzaron a hacerme estúpidas preguntas del tipo: “¿estas pololeando?” o “¿qué estudias?” “¿te gusta ir a la disco?” a las que lógicamente no podía contestar, ocupado como estaba en tener la boca abierta y sufrir agudos maltratos. Desde entonces me prometí no volver a pisar una consulta dental en mi vida, lavarme los dientes cinco veces al día y evitar comer demasiados caramelos, pero mi mal hadado destino me deparaba más tragos amargos…

Hace unos días un espantoso dolor de muelas me conminó a romper mis votos otra vez. Como odiaba a cuantos dentistas conocía, elegí un desconocido guiándome tan solo por la sonoridad de su nombre. Así fue como me vi en la sala de espera de un vieja oficina sin mas adornos en las paredes que una placa de cobre con el martillo y la hoz cruzados. No tardó mucho asomarse por la puerta y hacerme el gesto de pasar un diminuto y encorvado viejecillo de unos 90 años. Pensé en huir pero me quedé, no sabría decir si por educación o por timidez. Me senté en el sillón y abrí la boca lo mas grande que pude y siete minutos mas tarde, sin darme cuenta siquiera tenía la muela tapada y el discreto y levísimo compañero Iván García me invitaba cortésmente a largarme con un sutil movimiento de manos.

Mas tarde mientras tomaba una cerveza con la boca aún algo anestesiada y con ese característico sabor a clavo de olor, pensé que no me molestaría grabar una hoz y un martillo en mis tapaduras.

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