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Castellanizado

Pese a no contar con una especial inclinación a obedecer reglas -diría que ni siquiera a conocerlas-, siempre me tomé demasiado en serio aquello de que los nombres de personas no se traducían. Bueno, exceptuando al santo padre y otros personajes de la cristiandad que están bien nombrados en el idioma de cada fiel. Así Francisco I puede adoptar el solemne y latino Franciscus o bien el jovial Furanshisuko japonés. Aprovecho la ocasión para introducir una disgresión, tal vez innecesaria, pero no por ello menos japonesa; en su libro Cuando era Muchacho (1950) el escritor Santos González Vera hace eco del extendido perjuicio según el cual los orientales se parecen entre sí al punto de volverse indiscernibles uno de otro. El autor lleva las cosas aún más lejos declarándose incapaz de distinguir siquiera a un chino de un japonés. Al respecto recoge el punto de vista de un norteamericano para el que se reconoce inequívocamente al japonés por su propensión a llevar consigo una máquina fotográfica. Veo que la famosa avidez fotográfica japonesa es cosa de toda la vida, no una moda turística de los años noventas como había pensado por puro desconocimiento. Lo anterior se condice con mi impresión de que la captura de lo fugaz es objetivo común de la fotografía y la poesía haiku, arte que, junto a la lucha sumo, condensa toda la belleza del Japón. Volviendo a la traducción de los nombres, siempre me había llamado la atención la escandalosa costumbre española, caída en desuso recién a partir de la segunda mitad del siglo XX, de castellanizar los nombres de autores extranjeros. Han pasado por mis manos obras de Carlos Dickens, Carlota Brontë, Gustavo Flaubert y hasta del pobre Honorato de Balzac. Entonces mi reacción ha estado marcada por una fea combinación de censura y cachondeo, la misma que tantas veces he visto en la policía ortográfica ante crímenes de vacas escritas con bes de burros. Mi último castellanizado fue Lorenzo Sterne, en la traducción de Viaje sentimental de un ingles a Francia. Tuve que juntar ánimos para no ahogarme de risa en la misma librería. "¡Lorenzo el menso! ¡Lorenzo el menso!", no paraba de canturrear un geniecillo malvado al que a veces le da por saltar en mi hombro. Se que soy una vergüenza para el microvandalismo y el situacionista lingüistico, pero, ¿acaso no vive el papa en Roma y come bife de chorizo envuelto en un tupido velo de humo santo?

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