Thursday

Real Life

Cuenta Monterroso en aquel espléndido libro suyo, La letra e -para mi, el mejor blog escrito jamás-, que una vez Ninfa Santos le reprochó el que en sus anotaciones proliferaran los escritores famosos y que no mencionara siquiera una vez haber visto a un niño en la calle. Bueno, como a mi nadie me suele interrogar por lo que escribo -aunque aveces mi hermana Shimmy y mi madre  me hayan halagado reprendiendome por lo que no escribo-, debo mostrar suficiencia y hacerme a mi mismo preguntas por el estilo de la de Ninfa Santos: ¿Es que no me interesa dejar constancia de mis observaciones de "la vida real"?, y además, ¿he de escribir "la vida real" siempre entre comillas? ¿Por qué la obra de la fotógrafa Margareth Bourke-White parece más noble que la vanguardia elegante de Rothko? y, finalmente, ¿no es acaso ocupación de personas de buenos sentimientos y de izquierda sincera documentar la vida de gente como la Damn family de la Bourke-White y no entretenerse exclusivamente en las bellas musarañas de la literatura y las naderías domesticas?       


Así las cosas, he decidido contar aquí una vieja anécdota de la vida real, ocurrida en esos locos años de finales de los noventa, cuando no era más que un mocoso punk en patineta... Por aquellos días la moda entre los adolescentes, a lo menos en Puerto Montt,  mi pequeña esquinita al sur del mundo, prescribía vestirse lo más parecido posible al bueno del finado Kurt Cobain, a saber, con jeans agujereados, zapatillas de lona igualmente agujereadas y suéteres a rayas rojas y negras previamente estirados y tan raídos como fuese posible. Naturalmente yo hacía mis esfuerzos para mantenerme a tono, aunque, no sabría si achacarlo a mi inveterada flexibilidad de carácter o a que simplemente no me pude hacer de la indumentaria completa, solo contaba con unos jeans viejos pero sin agujeros, zapatillas Power y un suéter a rayas negras y blancas, que si bien era de dos o tres tallas más que la mía, estaba en casi perfectas condiciones. El caso es que yo me lo pasaba patinado y fumando cigarrillos a medias con otros chicos en el estacionamiento de un supermercado, -el viejo Pool, hoy edificio fantasma- y me llevaba de mil maravillas con algunos rapazuelos un par de años menores que yo que pedían propina a cambio de cuidar autos, hacían fechorías y, de tarde en tarde, aspiraban algo de pegamento o la policía les echaba el guante vaya a saber uno el porqué. Engalanado de tal guisa, en semejantes menesteres y compañías me encontraba una buena tarde del verano del mil novecientos noventa y nueve, charlando de películas de terror con los mocosos punk y los niños de la calle, cuando uno de éstos últimos, de cuyo nombre no soy capaz de acordarme, observó a propósito de mi suéter rayado:

-Es como el de esa película....
-¿Cuál? -inquirí.
-Esa, la del con la garra y la cara quemada.
-¿Freddy Krueger? -propuse.
-¡Ese!
-Umm... pero el suéter de Freddy es rojo con negro, como el de Kurt -corregí con cierta pedagogía.
-Es que en mi tele se ve como el tuyo -repuso razonablemente el niño de la calle.

Me conmoví. Evidentemente no podía permitir que se me notara. Un mocoso punk le alcanzó al chico un cigarrillo marca Life, le dio unas caladas y me lo alcanzó a su vez con una mano mugrienta. No he dejado el tabaco desde entonces.

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2 Comments:

Blogger C. B. said...

¿Qué somos sino una colección de anécdotas? O yo qué sé.

28 March 2013 at 04:09  
Blogger M. said...

Somos esto y somos esto otro, así que porqué no un puñado de excepciones a una regla que probablemente no exista.

28 March 2013 at 17:25  

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