Friday

La Moneda


Siempre, aproximadamente toda la vida, he tenido el firme propósito de hallar una moneda perdida.


Nada de escudriñar céspedes a la caza de tréboles de cuatro hojas, nada de revolver los basureros de la cuidad tras un trapito rojo como los personajes de Rayuela, lo mío era caminar con la vista clavada en las veredas asechando calderillas, pero nunca conseguí más que desengaños, colisiones y, con el tiempo, bastante erudición en materia de zapatos. Al borde de la desesperanza, intenté conjurar mi mala suerte tomándome a apecho aquello tan tópico de "si quieres encontrar, debes dejar de buscar" y me puse a deambular por la vía pública con premeditada distracción, silbando con la barbilla muy en alto. Demás está decir que dicha actitud solo me acarreó más accidentes peatonales, desengaños y alguna comprensión del comportamiento de las palomas.


Así había transcurrido sin fortuna mi vida hasta esta mañana: ponía todo de mi parte en no resbalar, pues había caído la helada, cuando, recortada contra el blanco sucio de la nieve la vi: dinero gratis y casual, un inconcebible resplandor en mis mejillas, mis pupilas y hasta mis orejas. Me agaché, incrédulo, a recoger aquella monda de quinientos pesos, el metálico de más alta denominación de éste país. Creo que fui completamente feliz.





Pero las angustias no tardaron en llegar. En un principio estuve a punto de guardarla en el monedero, pero me percaté alarmado de que si lo hacía, La Moneda se confundiría con otras dos intrascendentes congéneres suyas ganadas con esfuerzo. Decidí entonces colocarla en el bolsillo de la chaqueta, pero al cabo de unos segundos cambié de parecer, trasladándola al bolsillo trasero del pantalón, porque sabido es que las cosas suelen perderse de los bolsillos de las chaquetas debido al constante trajín de manos que salen y se hunden en ellos, sobre todo si el termómetro marca menos cinco y uno necesita encender cigarrillos.


Avanzaba la soleada mañana polar cuando caí en cuenta de que vivía en un mundo perfecto para beber un café portátil. Acto seguido, entré en un boliche por el café. A la hora de pagar surgió un contratiempo: como ya me había gastado el cambio en no se qué tonterías, estuve a punto de pagar con La Moneda sin darme cuenta. Afortunadamente descubrí mi falta y en el último instante, ante la mirada amenazante de la vendedora, cambié precipitadamente La Moneda por un billete de cinco mil pesos y se lo extendí encogiéndome de hombros. Al recibir el cambio, me advertí mi mismo de no guardarlo en el bolsillo trasero del pantalón, ya que tal lugar estaba reservado en forma exclusiva para La Moneda.


Mientras paseaba bebiendo mi café portátil, tarea que debía afrontar seriamente si no quería quemarme, resbalar en el pavimento congelado o ambas cosas, comencé a sentirme a disgusto en mi nuevo rol de guardián de La Moneda. No había previsto en absoluto que el golpe de fortuna que perseguí toda la vida supondría tamaños desvelos maniáticos dignos de Gollum. Así, tras largas cavilaciones que no pienso reproducir, tomé la resolución de, primeramente, hacer que un tren arrolle a la dichosa Moneda para que quede bien aplanada y, acto seguido, remitirla en sobre cerrado al Palacio de la Moneda, ya que como todos saben, ahí fabrican el metálico nacional. En la carta se explicaría que pese a sentirme tocado por la fortuna, no estaba dispuesto a quemarme las pestañas velando por ningún fetiche de la suerte, por lo que estimaba conveniente devolver La Moneda a su lugar de origen, etcétera. Solo me resta averiguar los horarios del Transpatagónico, del que tan raras historias refieren Raúl Ruiz y Benoit Peeters.

2 Comments:

Anonymous German Alarcón said...

Una vez me encontre un billete de quinientos y me pase toda la tarde jugando en los flipers... claro que esos eran otros tiempos y $500.- si que eran artos pesos.

29 July 2011 at 20:26  
Blogger M. said...

aquellos tiempos de street fighters 2, cigarrillos life y nirvana!

30 July 2011 at 19:51  

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