Saturday

Sábado neorealista

A propósito del final Sábado Gigante, pasaban por televisión abierta una deprimente selección de mejores momentos. Nos concentramos en uno de esos concursos en los que el premio mayor indefectiblemente es un automóvil cero kilómetros, "del año, nuevecito de paquete", solía añadir el mayordomo de don Francisco. Entonces Glenda recordó la historia de unos vecinos muy pobres que tuvo. Les llamaremos los Richi.

El Señor Richi era ciclista; en contraste con ser pasajero del metropolitano, constituía una forma más saludable y económica de llegar a la fabrica de cerillas donde trabajaba. Cierto día, según su costumbre, ató su fiel Lahsen a la entrada de la iglesia donde daba rienda suelta a sus devociones. Lo cierto es que aún no había dejado atrás la pila bautismal cuando oyó voces de alerta. –¡Ladrón, ladrón! –chillaba un coro de señoras encharpadas. Entonces el obrero salió en persecución del bandido que comenzaba a agarrar vuelo, pero en la desbandada, terminó arrollado por un camión; no podía darse el lujo de aguardar la luz verde, se comprenderá. A resultas del accidente, el infeliz quedó hecho añicos y la bicicleta arte conceptual. No corrió mejor suerte la psicología del Señor Richi, en cuya conciencia pesaba la muerte del muchacho, la angustia de ya no tener forma llegar puntualmente a la fábrica y el reproche por la mezquindad de este último pensamiento. Comenzó a frecuentar la botella más que nunca. Fue expulsado varias veces del autobús al no tener para el boleto. Cuando intentó hacer el camino a pie debió levantarse tan temprano y caminar tantos kilómetros que a media tarde el supervisor de personal lo descubrió durmiendo acurrucado tras unas cajas de cartón. No le fue mejor intentando conseguir una bicicleta prestada. En cuanto robar una, seguramente ni se le pasó por la cabeza pues era corto de imaginación. No extrañará que acabaran despidiéndole por incumplimiento reiterado de sus obligaciones laborales.

Tras el primer mes de desempleo, mermado en un noventa y siete por ciento el ingreso familiar, los Richi sobrevivían en base a caridad y el arroz blanco que compraban en el supermercado. Después de contar monedas laboriosamente, la señora Richi recibía dos o tres cupones –dependiendo de cuantos kilos de arroz comprara– que llenaba con los nombres de sus perros, Cuco y Fujimori; admirable muestra de espíritu deportivo, pues, mientras redactaba con dificultad el número de teléfono de la madre de Glenda con un bolígrafo prestado, junto a ella, otros clientes desojaban talonarios de cupones en la tómbola. Como ya se sospechará, una tarde llamaron a la madre de Glenda para informarle que uno de los perros de la Señora Richi había ganado el concurso. El premio consistía en nada menos que un automóvil cero kilómetros. Le pregunté a Glenda si recordaba la marca o el modelo. Me contestó que no entendía de esas cosas. Yo tampoco, confesé. Tenemos mucho en común, por ejemplo, siempre decimos que nuestro beatle favorito es Ringo, pero en el fondo ambos sabemos que se trata de Paul y sus pájaros negros. Volviendo al asunto, Glenda ni siquiera llegó a saber el color del automóvil. Me relató cómo su madre corrió a dar la noticia a los Richi y golpeó la puerta sin tener más respuesta que el ladrido de los perros, Fujimori y Cuco. Regresó a casa arrastrando los pasos con un mal presentimiento  –la madre de Glenda es campeona de peso completo en malos presentimientos–: no era normal que sus vecinos estuviesen fuera de casa. Cuanto menos debería estar el Señor Richi, que hasta donde se había enterado, no se apartaba del televisor por ningún motivo. Y eso que les habían cortado el suministro eléctrico hacía meses.

A la mañana siguiente, la madre de Glenda encontró al hijo o nieto de los Richi sentado en la vereda junto a uno de los perros, Cuco o Fujimori. Le ordenó que buscara a la abuela, mamá o lo que fuera.

–No está –dijo el menor de los Richi.

–¿Sabe del premio? –preguntó la madre de Glenda.

–Mi papá dice que no podemos quedarnos el carro –contestó taimado.

–¿Pero porqué? –preguntó escandalizada la madre de Glenda, sin pasar por alto el vuelo rasante de las noticias.

–Porque somos pobres –respondió el chico y, dando media vuelta, se metió a la carrera dentro de la vivienda obedeciendo un llamado telepático. El perro lo siguió con las orejas gachas.

–Pero, ¿no lo reconsideraron? –interrogué a Glenda incrédulo.

–Al parecer no tenían para los impuestos –me explicó. Pensé en Miami, específicamente, en un cocodrilo muerto de tristeza flotando en una piscina, no me pregunten porqué.

Nos quedamos callados, como si pudiésemos escuchar el tic tac del reloj de la pobreza. Don Francisco comenzó a armar su zafarrancho característico.

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Tuesday

Retrato del autor

Antes, cuando una persona creía encontrarse en la cumbre de su vida y obra, no perdía más tiempo y hacía llamar a su retratista de confianza. La historia del arte doméstico da cuenta de las ridiculeces que menudearon en tales despliegues de vanidad. Con la invención de la selfie todo se fue al carajo y la intrascendencia pasó a ser la estricta norma, pero ese es otro asunto. Pienso, por ejemplo, en aquella pintura de Tony Soprano que acabó en el basurero y que el maniaco Paulie Gualtieri recogió y mandó a empeorar lo mejor posible. Tuve especialmente en cuenta estas consideraciones al encargar a Glenda que me inmortalizara en el momento, no diré encumbrado, pero tampoco deprimido, que atraviesan mi vida y mi carrera. El producto fue esta pieza de 15x18 centímetros, realizada en tinta sobre papel, coloreada digitalmente, que se titula: Retrato ecuestre de M. como el hombre invisible desnudo con máscara de Groucho Marx y tricornio.


 

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Sunday

Aeropuerto Teniente Bello

Descubro que no hace falta convertirse en el clásico vejete reaccionario para ponerse escribir cartas al director del periódico; basta con encausar un poco los desequilibrios mentales propios del día domingo. La carta que pienso redactar abordará la iniciativa de rebautizar al aeropuerto de Santiago con el nombre del poeta Pablo Neruda, seudónimo del premio nobel y militante comunista Ricardo Reyes. Pese a que no entiendo gran cosa de poesía, resulta evidente que la aviación pertenece al mismo género literario que los versos, por lo que, en principio, no estaría nada de mal que el aeropuerto tuviera un nombre poético. Pero esta vez he de coincidir con los derechistas recalcitrantes: Neruda no. Se trata de un nombre bastante feo hasta para un ser humano, no veo la razón de agraviar así a un inocente aeropuerto. Además me he enterado de que el poeta fue un violador confeso que siempre vio a las mujeres como objetos silenciosos, mariposas de ensueño y tal. Por éstos días podría calificárselo de inaceptable o por lo menos de anacrónico. El nombre apropiado para el aeropuerto de Santiago es Teniente Alejandro Bello, como el famoso piloto que desapareció entre las nubes sin dejar rastro. Tal vez no sea más que cosa de bigotes y miradas, pero le encuentro un parecido con Marcel Proust, lo que me hace pensar una especie de tontería: para encontrar el tiempo perdido quizás sea necesario estar tan perdido como el teniente Bello.

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Monday

Castellanizado

Pese a no contar con una especial inclinación a obedecer reglas -diría que ni siquiera a conocerlas-, siempre me tomé demasiado en serio aquello de que los nombres de personas no se traducían. Bueno, exceptuando al santo padre y otros personajes de la cristiandad que están bien nombrados en el idioma de cada fiel. Así Francisco I puede adoptar el solemne y latino Franciscus o bien el jovial Furanshisuko japonés. Aprovecho la ocasión para introducir una disgresión, tal vez innecesaria, pero no por ello menos japonesa; en su libro Cuando era Muchacho (1950) el escritor Santos González Vera hace eco del extendido perjuicio según el cual los orientales se parecen entre sí al punto de volverse indiscernibles uno de otro. El autor lleva las cosas aún más lejos declarándose incapaz de distinguir siquiera a un chino de un japonés. Al respecto recoge el punto de vista de un norteamericano para el que se reconoce inequívocamente al japonés por su propensión a llevar consigo una máquina fotográfica. Veo que la famosa avidez fotográfica japonesa es cosa de toda la vida, no una moda turística de los años noventas como había pensado por puro desconocimiento. Lo anterior se condice con mi impresión de que la captura de lo fugaz es objetivo común de la fotografía y la poesía haiku, arte que, junto a la lucha sumo, condensa toda la belleza del Japón. Volviendo a la traducción de los nombres, siempre me había llamado la atención la escandalosa costumbre española, caída en desuso recién a partir de la segunda mitad del siglo XX, de castellanizar los nombres de autores extranjeros. Han pasado por mis manos obras de Carlos Dickens, Carlota Brontë, Gustavo Flaubert y hasta del pobre Honorato de Balzac. Entonces mi reacción ha estado marcada por una fea combinación de censura y cachondeo, la misma que tantas veces he visto en la policía ortográfica ante crímenes de vacas escritas con bes de burros. Mi último castellanizado fue Lorenzo Sterne, en la traducción de Viaje sentimental de un ingles a Francia. Tuve que juntar ánimos para no ahogarme de risa en la misma librería. "¡Lorenzo el menso! ¡Lorenzo el menso!", no paraba de canturrear un geniecillo malvado al que a veces le da por saltar en mi hombro. Se que soy una vergüenza para el microvandalismo y el situacionista lingüistico, pero, ¿acaso no vive el papa en Roma y come bife de chorizo envuelto en un tupido velo de humo santo?

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Friday

Lo internacional

Mientras seguía las pruebas del Mundial de atletismo por la tele me preguntaba qué podría saber yo de lugares como Trinidad y Tobago o Bulgaria. Apenas nada, tuve que reconocer. Trinidad y Tobago tiene trazas de ser un estado del caribe compuesto de dos islas: Trinidad y, a unas leguas, Tobago. Las islas son además patria de atletas muy veloces, a diferencia de Antigua y Barbuda que, pese a compartir abrumadoras similitudes geográficas, no destaca por el talento de sus velocistas si no más bien por barbudas y antiguas historias de expedicionarios y piratas, imagino. Jamaica es otro asunto, claro. Su fama la precede. Tanto que uno podría recitar sin extremar recursos un representativo listado de músicos jamaiquinos, precisar la capital de la república, la planta nacional y hasta la mejor marca de Usain Bolt en los cien metros planos. De Bulgaria, ex república soviética, solo sabía que de allí era Dimitar Bervatov, futbolista que tuvo un buen paso por Manchester United durante los últimos años de Sir Alex Ferguson y que luego partió al Fullham, equipo de un barrio acomodado de Londres que, según entiendo, cuenta entre sus adeptos a Harry Potter, el actor. En cambio, al otro Harry Potter, aquel mago embufandado, le interesa únicamente cierta especie de waterpolo sobre escobas voladoras. Es cuanto logré sacar en limpio al pensar en Bulgaria. Claro que, promediando, no me iría mejor con otros países del mapa. Por ejemplo, haciendo un lado alfombras mágicas y camellos, todo oriente medio me suena a campo de tiro yanqui y a malas noticias. Particularmente a las de Siria. Horrores aparte, no creo que se adelante gran cosa viajando. De solo pensar en el tiempo que haría falta internarse en el Paraguay para formarse una idea de, digamos, los yacarés y las costumbres en el Chaco, me entran ganas de no ir. De viajar he viajado, pero jamás dejé de sentirme un pueblerino. Uno no tan impresionable, es verdad, pero pueblerino a fin de cuentas. Tengo dos historias de cafetería que lo corroboran en forma inapelable. Una vez, poco antes de mi primera afeitada, para variar la consabida Coca Cola, pedí un café irlandés. Entonces no tenía la menor noción sobre lo irlandés, ni que "irlandés" implicara whisky en el café, ni menos aún cabeza para beber, por lo que no extrañará el que saliera de la cafetería hecho una calamidad y acabara vomitando en la esquina sobre los zapatos de una señora. Debo apuntar que por aquella época un camarero no ofrecía reparos en servir gin tonics a cualquier mocoso que pagara por adelantado. Cierta mañana de invierno, varios años y gin tonics después, tuve necesidad de cobijarme de los vientos australes en un estúpido recinto con carteles de Touluose-Lautrec. Tras leer y releer la carta -costumbre que comencé a deplorar- sin hallar ni café irlandés ni nada que se mostrara abiertamente etílico, me aventuré por lo que se ofrecía como "té ruso". Confiaba en el chorro de vodka que estimé un evidente sobreentendido. Estuve a punto de escupir el primer sorbo: era solo té. En modo alguno compensaron la ausencia de licor las dos rodajas de limón que flotaban en la taza y que me parecieron algo así como un chiste amarillo. Uno bastante Chejov.

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